La puerta cruje al abrirse, como creo que no lo había hecho jamás. Hay un silencio pesado en el interior. Una calma densa, que inspira de todo, menos quietud. Avanzo con sigilo por el salón, y echo un vistazo al sofá, donde tuve la experiencia extracorporal. Nunca he tenido un miedo consciente a este tipo de situaciones, y supongo que por eso he podido volver a entrar en casa. Pero una cosa es imaginar como reaccionaría uno en una determinada situación, y otra, muy distinta, es experimentarla realmente. A parte del inquietante silencio, no hay nada que parezca fuera de lo normal. Todo sigue oliendo a angustia y abandono. Hogar dulce hogar.
Abro la puerta corredera del salón y las ventanas de la cocina y del resto de habitaciones. Necesito ventilar la casa y, de paso, llenarla de algo de ruido; lo que sea que se lleve este vacío opresivo que ahora mismo la invade. Necesito salir de aquí. Puedo ser valiente; incluso llego a ser algo masoquista, pero la idea de quedarme en casa, después de lo que ha pasado, no se me antoja nada atractiva. Además, necesito un móvil nuevo. Cojo la cartera y la chaqueta, y tras echar mi acostumbrado último vistazo, salgo por la puerta.
Decido caminar hasta el centro, y, de paso, ‘comerme la olla’ un poco. Puesto que soy nuevo en esto de viajar a la locura; no sé si estoy dando los pasos que uno encontraría en el “manual del perfecto demente”. Recuerdo que en el caso de mi abuelo, fue una transición bastante paulatina. Aunque su destino era muy distinto al mio, supongo, ya que se trataba de un viaje por los mares de la demencia senil. Aquello empezó con pequeños olvidos, cada vez más frecuentes; pero no en cuanto a su extenso conocimiento, sino a las pequeñas cosas, del día a día; contaba las mismas anécdotas hasta tres veces seguidas.
Aquella etapa se prolongó varios años; entonces empezamos a ver cambios importantes en su forma de actuar. Mi abuelo, que había sido la persona más cabal que había conocido en mi vida, hacía cosas sin sentido. Algunas veces salía a la calle en ropa interior, o caminaba desnudo en su propia casa, mientras tenía visita. A veces, incluso se tocaba inapropiadamente delante de la gente. Mi padre se enfadaba mucho con él, y le gritaba frecuentemente. Ya veis; hasta los médicos pueden perder la perspectiva cuando la circunstancia les toca de lleno. Creo que por muy documentados que estemos, y por mucho que nos consideremos psicológicamente preparados para una situación así, al final todos tenemos nuestras flaquezas; y está claro que mi padre se negaba a ver que el abuelo ya no era aquel que, desde pequeño, le había marcado la dirección a seguir. Y es que llegó un momento en el que el pobre solo deambulaba, desorientado, sin saber dónde estaba, ni ‘cuándo’ estaba.
Durante el último año, apenas reconocía a nadie; sólo a mi padre, a Aroa y a mi. Yo intentaba, a mi manera, lanzarle pequeños flotadores a los que aferrarse en ese océano de olvido en el que se ahogaba. Le dejaba mensajes en la nevera, le preguntaba sobre mi abuela y sobre detalles de su vida que sabía que aún recordaba; le hacía ver que seguía allí, que seguía siendo una persona, y no una cualquiera... mi persona favorita. Incluso seguía jugando partidas de ajedrez con él, aunque a veces le suponía un reto recordar como se movían las piezas. Ahora no estoy tan seguro de que hiciera aquello por mi abuelo; supongo que yo también me negaba a reconocer que mi principal brújula en la vida había perdido el norte para siempre.
Un claxon me saca de mis pensamientos. Miro a mi alrededor, un poco desorientado. Debo llevar en piloto automático un buen rato; no sé ni dónde estoy. Entonces veo la enorme bandera de España que ondea en la plaza de colón. Me quedo mirándola, fascinado, como de costumbre; no por el significado intrínseco de la propia bandera, sino por su colosal tamaño, y por su mágico contoneo. Es curioso; uno puede pensar que no hay absolutamente nada de viento, y luego mirar una bandera y darse cuenta de su error. Recuerdo, quizás por la evocación del viento, el sueño que tuve el otro día, jugando al ajedrez en el jardín botánico. “¿Por qué lo haces, Mario? ¿Por qué te engañas?”. Las palabras que mi abuelo me dijo en el sueño resuenan en mi cabeza, mientras miro la bandera. Un pensamiento, a modo de símil, me sorprende; ¿podría haber alguna fuerza imperceptible que me mueva a mí sin que yo sea consciente?; El psicólogo me dijo que es frecuente, en casos de estrés postraumático, como el mío, que el paciente reinterprete la realidad a su manera, para encajarla en un mundo en el que vivir sea más sencillo para él. Observo, absorto, como la bandera ondea, casi a cámara lenta. Desde luego, me he lucido reinterpretando realidades.
—Tiene un pantallón, ¿verdad?
—¿Cómo? —digo, levantando la mirada.
Un chico rubio, de barba perfectamente recortada y ataviado con el uniforme de Apple, me mira sonriente. Una tarjeta con el nombre “Jorge” cuelga de su cuello. ¿Pero dónde coño...?
—Cinco coma ocho pulgadas, súper retina OLED —apunta, con un marcado acento andaluz. —Una resolución de dos mil cuatrocientos treinta y seis, por mil ciento veinticinco, que arroja cuatrocientos cincuenta y ocho píxeles por pulgada; vamos, que se ve mejor que al natural. ¡Me lo quitan de las manos, oiga!
Una bandera de España ondea en la pantalla del móvil que sostengo entre mis manos. Miro a mi alrededor y veo gente que deambula por mesas de madera clara, sobre las que se disponen móviles, tablets, y ordenadores. Yo me encuentro de pie, junto a una de esas mesas alargadas. Juraría que estoy en el Apple Store.
—Si... si... buena pantalla... —contesto algo confundido. Mi piloto automático parece haberse tomado demasiadas licencias. ¿Pero cómo...? ¿cuándo...? ¡Verás...! —oye... perdona... ¿qué día es hoy?
El chico me mira sin modificar un ápice su sonrisa.
—El día de hacerse con el último Iphone —responde.
—Ya, ya —río —me refiero... de la semana. Hoy es... domingo, ¿no?
—Durante todo el día; y mírame, aquí trabajando como si no hubiera un mañana, ¡levantando el país! —apunta, con una sobreactuada expresión de cansancio. Súbitamente, con un parpadeo, recupera su sonrisa—¿Te lo llevas entonces?
¡Qué pundonor! Aquí cada uno a lo suyo. Si le llego a decir que me está dando un ataque al corazón, me vende el último accesorio que transforma la batería del móvil en un desfibrilador. El chico tiene una de esas voces peculiares que no dejan indiferente. Me resulta bastante familiar, no tanto su aspecto físico, como su forma de hablar; debe ser que me recuerda a alguien, pero no termino de saber a quien. Miro el móvil; la verdad es que es muy bonito.
—¿Qué precio tiene? —pregunto.
—Mil ciento once, por ser tú —dice, guiñándome un ojo. En ese momento una chica de rasgos orientales, con dos teléfonos en las manos, se dirige a él.
—Excuse me, sir. I’m still awaiting your recommendation on these two phones.
—¡Of course que yes, ‘salá’! —exclama el dependiente, mientras se acerca a ella; entonces, voltea la cabeza hacia mí—. No te me vayas muy lejos, que ese móvil lleva tu nombre... Antoni...Dav... Jua... ¿Pablo?
Voy negando con la cabeza mientras él continúa alejándose, diciendo nombres, hasta que finalmente, desaparece con la chica, tras uno de los estantes. Me cae bien este Jorge. Esa voz la he oído yo en algún sitio... o se parece muchísimo a la de alguien. Mil ciento once...barato no es. Mil ciento once... mil ciento once... un momento... uno, uno... uno, uno. ¿Once... once? En ese momento el móvil vibra en mis manos. Hay una llamada entrante de un número fijo; noventa y uno, siete siete siete... es un número de Madrid. Pero... estos móviles no tienen tarjeta SIM. ¡No deberían recibir llamadas! Miro a todos lados; varios dependientes atienden a la multitud de clientes que hay en la tienda. No parecen haberse percatado de la situación. Con el mayor disimulo posible me acerco el teléfono al oído.
—¿...si? —murmuro.
—...pero no he vuelto a saber nada más de él. ¿Tú te crees?
—Si es que son todos iguales, nena —contesta una segunda voz. —A mi me tienen hasta el toto, también.
Parece que me he metido en una conversación privada. Pero esto es muy raro; primero la llamada de esta mañana... a las 11:11, por supuesto... ¿ahora esto? ¡No tiene sentido! Sí, sé que debería colgar; y normalmente lo habría hecho, pero tengo demasiada curiosidad por saber qué está pasando aquí.
—...a la de tres... dos... uno... ¡ahora! —continúa la primera voz. —A ver, si a mi me da igual, que yo tampoco quería nada serio. ¿Pero para qué me vende la moto?
—Son todos comerciales, nena; ¡les encanta vender! Ahora que... te digo una cosa. A este... le compraba yo... hasta lo que no está en venta. ¡Mmmm! Oye... y... ¿un vistazo, así... rapidito?
—¡Tía, para! Ostras, no, en serio, córtate. Pobre chico... parece buena gente.
Una voz retumba detrás de mí.
—Qué... ¿se oye bien?
—¡Dios! —exclamo, apartándome bruscamente el móvil del oído. Automáticamente me vuelvo, mientras intento cortar la llamada, martilleando la pantalla del dispositivo con el dedo. Pero en vez de cortarla, la pongo en manos libres. ¡Maldito Murphy!
—...gente ni que hostias —se oye en el altavoz, con claridad cristalina y un volumen envidiable. —Yo me lo zumbaba hasta que se le saltaran los puntos, nena.
Jorge, el dependiente, me mira con cara de incredulidad, mordiéndose la risa en los labios. La gente de las mesas aledañas se queda en silencio, y observa, divertida, la escena. Yo, mientras, empiezo a sudar, e imploro mentalmente para que me caiga encima una viga, la estación espacial internacional o el mismísimo cometa Halley, y que acabe de una vez este sufrimiento ¿En serio está pasando esto? ¡Venga ya, ni en las películas!
—¿Habéis visto, chicos? —anuncia Jorge a la audiencia, mientras coge el móvil y corta, por fin, la llamada. —El altavoz tiene una calidad impresionante. Tantísimo que nuestro amigo se ha terminado de convencer y se va a quedar con el terminal; ¿verdad? Carl... Lui...Ped...Mar...
Al oír el principio del último intento levanto las cejas.
—¡Marcos! —exclama él, emocionado. ¡Huy!
—Sí... sí. Me lo quedo. Está... genial —proclamo. La gente vuelve a lo que estaba haciendo, y yo respiro tranquilo; sin rastro de ansiedad. Pequeños triunfos, Marcos, pequeños triunfos.