lunes, 7 de octubre de 2019

20. Interferencias





  La puerta cruje al abrirse, como creo que no lo había hecho jamás. Hay un silencio pesado en el interior. Una calma densa, que inspira de todo, menos quietud. Avanzo con sigilo por el salón, y echo un vistazo al sofá, donde tuve la experiencia extracorporal. Nunca he tenido un miedo consciente a este tipo de situaciones, y supongo que por eso he podido volver a entrar en casa. Pero una cosa es imaginar como reaccionaría uno en una determinada situación, y otra, muy distinta, es experimentarla realmente. A parte del inquietante silencio, no hay nada que parezca fuera de lo normal. Todo sigue oliendo a angustia y abandono. Hogar dulce hogar.


  Abro la puerta corredera del salón y las ventanas de la cocina y del resto de habitaciones. Necesito ventilar la casa y, de paso, llenarla de algo de ruido; lo que sea que se lleve este vacío opresivo que ahora mismo la invade. Necesito salir de aquí. Puedo ser valiente; incluso llego a ser algo masoquista, pero la idea de quedarme en casa, después de lo que ha pasado, no se me antoja nada atractiva. Además, necesito un móvil nuevo. Cojo la cartera y la chaqueta, y tras echar mi acostumbrado último vistazo, salgo por la puerta.

  Decido caminar hasta el centro, y, de paso, ‘comerme la olla’ un poco. Puesto que soy nuevo en esto de viajar a la locura; no sé si estoy dando los pasos que uno encontraría en el “manual del perfecto demente”. Recuerdo que en el caso de mi abuelo, fue una transición bastante paulatina. Aunque su destino era muy distinto al mio, supongo, ya que se trataba de un viaje por los mares de la demencia senil. Aquello empezó con pequeños olvidos, cada vez más frecuentes; pero no en cuanto a su extenso conocimiento, sino a las pequeñas cosas, del día a día; contaba las mismas anécdotas hasta tres veces seguidas.

  Aquella etapa se prolongó varios años; entonces empezamos a ver cambios importantes en su forma de actuar. Mi abuelo, que había sido la persona más cabal que había conocido en mi vida, hacía cosas sin sentido. Algunas veces salía a la calle en ropa interior, o caminaba desnudo en su propia casa, mientras tenía visita. A veces, incluso se tocaba inapropiadamente delante de la gente. Mi padre se enfadaba mucho con él, y le gritaba frecuentemente. Ya veis; hasta los médicos pueden perder la perspectiva cuando la circunstancia les toca de lleno. Creo que por muy documentados que estemos, y por mucho que nos consideremos psicológicamente preparados para una situación así, al final todos tenemos nuestras flaquezas; y está claro que mi padre se negaba a ver que el abuelo ya no era aquel que, desde pequeño, le había marcado la dirección a seguir. Y es que llegó un momento en el que el pobre solo deambulaba, desorientado, sin saber dónde estaba, ni ‘cuándo’ estaba.

  Durante el último año, apenas reconocía a nadie; sólo a mi padre, a Aroa y a mi. Yo intentaba, a mi manera, lanzarle pequeños flotadores a los que aferrarse en ese océano de olvido en el que se ahogaba. Le dejaba mensajes en la nevera, le preguntaba sobre mi abuela y sobre detalles de su vida que sabía que aún recordaba; le hacía ver que seguía allí, que seguía siendo una persona, y no una cualquiera... mi persona favorita. Incluso seguía jugando partidas de ajedrez con él, aunque a veces le suponía un reto recordar como se movían las piezas. Ahora no estoy tan seguro de que hiciera aquello por mi abuelo; supongo que yo también me negaba a reconocer que mi principal brújula en la vida había perdido el norte para siempre.  

  Un claxon me saca de mis pensamientos. Miro a mi alrededor, un poco desorientado. Debo llevar en piloto automático un buen rato; no sé ni dónde estoy. Entonces veo la enorme bandera de España que ondea en la plaza de colón. Me quedo mirándola, fascinado, como de costumbre; no por el significado intrínseco de la propia bandera, sino por su colosal tamaño, y por su mágico contoneo. Es curioso; uno puede pensar que no hay absolutamente nada de viento, y luego mirar una bandera y darse cuenta de su error. Recuerdo, quizás por la evocación del viento, el sueño que tuve el otro día, jugando al ajedrez en el jardín botánico. “¿Por qué lo haces, Mario? ¿Por qué te engañas?”. Las palabras que mi abuelo me dijo en el sueño resuenan en mi cabeza, mientras miro la bandera. Un pensamiento, a modo de símil, me sorprende; ¿podría haber alguna fuerza imperceptible que me mueva a mí sin que yo sea consciente?; El psicólogo me dijo que es frecuente, en casos de estrés postraumático, como el mío, que el paciente reinterprete la realidad a su manera, para encajarla en un mundo en el que vivir sea más sencillo para él. Observo, absorto, como la bandera ondea, casi a cámara lenta. Desde luego, me he lucido reinterpretando realidades.

—Tiene un pantallón, ¿verdad?

—¿Cómo? —digo, levantando la mirada.

Un chico rubio, de barba perfectamente recortada y ataviado con el uniforme de Apple, me mira sonriente. Una tarjeta con el nombre “Jorge” cuelga de su cuello. ¿Pero dónde coño...?

—Cinco coma ocho pulgadas, súper retina OLED —apunta, con un marcado acento andaluz. —Una resolución de dos mil cuatrocientos treinta y seis, por mil ciento veinticinco, que arroja cuatrocientos cincuenta y ocho píxeles por pulgada; vamos, que se ve mejor que al natural. ¡Me lo quitan de las manos, oiga!

Una bandera de España ondea en la pantalla del móvil que sostengo entre mis manos. Miro a mi alrededor y veo gente que deambula por mesas de madera clara, sobre las que se disponen móviles, tablets, y ordenadores. Yo me encuentro de pie, junto a una de esas mesas alargadas. Juraría que estoy en el Apple Store.

—Si... si... buena pantalla... —contesto algo confundido. Mi piloto automático parece haberse tomado demasiadas licencias. ¿Pero cómo...? ¿cuándo...? ¡Verás...! —oye... perdona... ¿qué día es hoy?

El chico me mira sin modificar un ápice su sonrisa.

—El día de hacerse con el último Iphone —responde.

—Ya, ya —río —me refiero... de la semana. Hoy es... domingo, ¿no?

—Durante todo el día; y mírame, aquí trabajando como si no hubiera un mañana, ¡levantando el país! —apunta, con una sobreactuada expresión de cansancio. Súbitamente, con un parpadeo, recupera su sonrisa—¿Te lo llevas entonces?

¡Qué pundonor! Aquí cada uno a lo suyo. Si le llego a decir que me está dando un ataque al corazón, me vende el último accesorio que transforma la batería del móvil en un desfibrilador. El chico tiene una de esas voces peculiares que no dejan indiferente. Me resulta bastante familiar, no tanto su aspecto físico, como su forma de hablar; debe ser que me recuerda a alguien, pero no termino de saber a quien. Miro el móvil; la verdad es que es muy bonito.

—¿Qué precio tiene? —pregunto.

—Mil ciento once, por ser tú —dice, guiñándome un ojo. En ese momento una chica de rasgos orientales, con dos teléfonos en las manos, se dirige a él.

—Excuse me, sir. I’m still awaiting your recommendation on these two phones.

—¡Of course que yes, ‘salá’! —exclama el dependiente, mientras se acerca a ella; entonces, voltea la cabeza hacia mí—. No te me vayas muy lejos, que ese móvil lleva tu nombre... Antoni...Dav... Jua... ¿Pablo?

Voy negando con la cabeza mientras él continúa alejándose, diciendo nombres, hasta que finalmente, desaparece con la chica, tras uno de los estantes. Me cae bien este Jorge. Esa voz la he oído yo en algún sitio... o se parece muchísimo a la de alguien. Mil ciento once...barato no es. Mil ciento once... mil ciento once... un momento... uno, uno... uno, uno. ¿Once... once? En ese momento el móvil vibra en mis manos. Hay una llamada entrante de un número fijo; noventa y uno, siete siete siete... es un número de Madrid. Pero... estos móviles no tienen tarjeta SIM. ¡No deberían recibir llamadas! Miro a todos lados; varios dependientes atienden a la multitud de clientes que hay en la tienda. No parecen haberse percatado de la situación. Con el mayor disimulo posible me acerco el teléfono al oído.

—¿...si? —murmuro.

—...pero no he vuelto a saber nada más de él. ¿Tú te crees?

—Si es que son todos iguales, nena —contesta una segunda voz. —A mi me tienen hasta el toto, también.

Parece que me he metido en una conversación privada. Pero esto es muy raro; primero la llamada de esta mañana... a las 11:11, por supuesto... ¿ahora esto? ¡No tiene sentido! Sí, sé que debería colgar; y normalmente lo habría hecho, pero tengo demasiada curiosidad por saber qué está pasando aquí.

—...a la de tres... dos... uno... ¡ahora! —continúa la primera voz. —A ver, si a mi me da igual, que yo tampoco quería nada serio. ¿Pero para qué me vende la moto?

—Son todos comerciales, nena; ¡les encanta vender! Ahora que... te digo una cosa. A este... le compraba yo... hasta lo que no está en venta. ¡Mmmm! Oye... y... ¿un vistazo, así... rapidito?

—¡Tía, para! Ostras, no, en serio, córtate. Pobre chico... parece buena gente.

Una voz retumba detrás de mí.

—Qué... ¿se oye bien?

—¡Dios! —exclamo, apartándome bruscamente el móvil del oído. Automáticamente me vuelvo, mientras intento cortar la llamada, martilleando la pantalla del dispositivo con el dedo. Pero en vez de cortarla, la pongo en manos libres. ¡Maldito Murphy!

—...gente ni que hostias —se oye en el altavoz, con claridad cristalina y un volumen envidiable. —Yo me lo zumbaba hasta que se le saltaran los puntos, nena.

Jorge, el dependiente, me mira con cara de incredulidad, mordiéndose la risa en los labios. La gente de las mesas aledañas se queda en silencio, y observa, divertida, la escena. Yo, mientras, empiezo a sudar, e imploro mentalmente para que me caiga encima una viga, la estación espacial internacional o el mismísimo cometa Halley, y que acabe de una vez este sufrimiento ¿En serio está pasando esto? ¡Venga ya, ni en las películas!

—¿Habéis visto, chicos? —anuncia Jorge a la audiencia, mientras coge el móvil y corta, por fin, la llamada. —El altavoz tiene una calidad impresionante. Tantísimo que nuestro amigo se ha terminado de convencer y se va a quedar con el terminal; ¿verdad? Carl... Lui...Ped...Mar...

Al oír el principio del último intento levanto las cejas.

—¡Marcos! —exclama él, emocionado. ¡Huy!

—Sí... sí. Me lo quedo. Está... genial —proclamo. La gente vuelve a lo que estaba haciendo, y yo respiro tranquilo; sin rastro de ansiedad. Pequeños triunfos, Marcos, pequeños triunfos.

jueves, 19 de septiembre de 2019

19. Encuentros



Voy andando por una calle del barrio de chamberí, en dirección a moncloa. El golpeo de mis pasos contra el asfalto no produce el sonido habitual, sino el ’Ko-kum’ típico del latido de un corazón. De fondo puedo oír el sordo fragor de un río.

El sol brilla encima de mi cabeza, a pesar de lo cual puedo ver perfectamente las estrellas, e incluso lejanos cometas, que surcan un cielo de color rosa y violeta. Me cruzo con personas ataviadas con batas blancas, que se me quedan mirando, pero no consigo distinguir sus caras, ya que las tienen difuminadas. Ya no siento miedo. Continúo mi paso. ‘Ko-kum... ko-kum... ko-kum...’

 Lo que debería ser la calle Guzmán el Bueno es un río bravo, que cruzo por un puente. A mitad de este, me asomo y consigo ver, decenas de metros más abajo, gente arrastrada por un furioso caudal; algunos intentan nadar contra la corriente, otros se dejan llevar. Alguien se sitúa junto a mi en el puente; lleva un camisón azul, de los que se atan a la espalda. A través de sus difusos rasgos, consigo ver una sonrisa. La figura se sube a la barandilla del puente y, tras lanzarme una última mirada, salta hacia el caos que fluye debajo de mí. Ya no siento ansiedad. ‘Ko-kum... ko-kum...’

Continúo mi marcha por la calle; unos metros más adelante llego a un galeón pirata, que, dispuesto en la acera izquierda, me recuerda a una versión disparatada del Copérnico. En la cubierta se alcanza a ver un grupo de gente, bailando al son de una música que no consigo oír. Junto a la pasarela que conduce a su interior están Aroa, Álex e Isa. Todos se me quedan mirando fijamente cuando paso junto a ellos. Unos metros más adelante, Sara está sentada en el suelo, besando a alguien cuyos rasgos están escondidos bajo la misma capa borrosa que vi antes. Al pasar junto a ella, abre los ojos y me mira; está llorando. Ya no siento culpabilidad. ‘ko-kum... ko... kum’

Continúo mi onírica marcha calle abajo. El sol ha desaparecido, y las estrellas y la luna brillan ahora sobre un fondo negro. La calle se abre, finalmente, a un parque iluminado por cientos de fogatas, que crepitan, lanzando luces y sombras sobre los árboles y los bancos que las rodean.. Mis padres están sentados en uno de los bancos. Me siento junto a ellos, y contemplo los edificios que emergen tras los árboles, en lo que parece ser el Paseo de Moret.

Pues se ha quedado una bonita noche para morir, ¿verdad, Mario?

‘Ko...’
Me vuelvo hacia la voz de mi madre; ella y mi padre están, ahora, totalmente calcinados, y me miran desde el vacío de sus cuencas oculares. Ya no siento impotencia.
‘...kum’

Me alejo del banco y cruzo el parque hacia los edificios. Tras rodear los últimos árboles,llego a una calle por la que solo circulan autobuses azules, todos con el número 2 en su letrero luminoso. Levanto la mirada hacia los edificios; por el balcón de uno de ellos asoman unas grandes llamaradas anaranjadas. Mi abuelo sale al balcón gritando y manoteando, pero no consigo oír más que el ruido del tráfico. Cruzo la calle esquivando los autobuses. Poco antes de alcanzar la acera oigo, detrás de mi, el sonido de un cuerpo cayendo al suelo. Me vuelvo y veo alguien tendido en el asfalto; está en llamas, y su cara, difuminada. Miro la figura consumirse; ya no siento...nada.

‘Ko...’
‘...’

El agudo sonido de un frenazo me hace mirar a mi derecha, justo para ver como un autobús se me echa encima.

Me incorporo en la cama de un salto, empapado en sudor, y respirando agitadamente. Mi espalda está rabiando. Abro el cajón de la mesita de noche y cojo un blister de capsulas. Me levanto y voy al baño, tieso, por las oleadas de puro dolor que me llegan desde el dorso. Engullo dos cápsulas y doy un trago de agua del grifo. Observo mi reflejo en el espejo; ¿por qué estaba tan tranquilo en mi sueño, a pesar de lo inquietante que era? Ojalá pudiera mantener esa calma en todo momento. Vuelvo a hacer muecas frente a mi reflejo; somos... animales de costumbres. Unas marcadas ojeras me dan el ‘look mapache’ que me caracteriza este último año. Estás arrebatador, Mario.

Hoy es una de esas mañanas en las que noto las quemaduras como si me las hubiera hecho el día anterior. La ducha, helada, me resulta más complicada que de costumbre. Mientras me visto, con extremo cuidado, intuyo que no va a ser un buen día. ¡Qué sorpresa! Para colmo, tengo un trancazo de mil demonios. Creo que el bañito de ayer me va a pasar factura. Espera... ¿ayer? Cojo el móvil con la intención de mirar la fecha; pero sigue sin encenderse. Suspiro. Me asomo al salón para consultar, al menos, la hora. El reloj marca las 11:10; ha sido una noche larga.

Entro a la cocina, dispuesto a hacerme café; hoy necesitaré uno bien cargado. El teléfono de casa suena. Claro, las 11:11. Vuelvo rápidamente al salón.

¡Hola! ... te echaba de menos digo.

...gente me... ce que no... pero yo creo ... si... guro que si. dicen al otro lado de la linea.

¿Hola? ¿Quién es?... pregunto, sorprendido.

...enes buena cara... ces tranquilo. Es... va...gustar. ¿...dad? la voz, que parece femenina, suena entrecortada y con un eco metálico que la hace bastante ininteligible.

¿Hola? ¿Me oyes? ¡Holaaaa! grito. Como respuesta obtengo los primeros compases de una de mis canciones favoritas.

“Four seasons in one day, ... in the depths ... your imagination...”

La voz del líder de Crowded House suena muy rara con este eco metálico. Una extraña angustia empieza a invadirme; algo similar a cuando tienes fundadas sospechas de que tu pareja te está engañando. No entiendo por qué me está afectando tanto algo que, seguramente, no sea más que una interferencia de líneas.

¿Hola? ¿Esto es algún tipo de broma? Porque, sinceramente, no tiene ninguna gracia. ¡Hola!...

Cuelgo el teléfono. Siento un pellizco bastante desagradable en el estómago, una amarga punzada que suele anunciarme que la ansiedad está a punto de aparecer; y, esta vez, creo puede ser bastante gorda. Preocupado, me siento en el sofá e intento tranquilizarme; hago los ejercicios de respiración que me recomendó el psicólogo. Cierro los ojos... siento mi pecho latiendo... siento mis pulmones hinchándose. Desciendo un poco en el nivel de conciencia y entro en mi habitación positiva. Todo es blanco aquí: paredes, suelo, techo y muebles. Estoy ojeando fotos de mi estante de la tranquilidad, viendo momentos agradables de mi vida, que he ido almacenando en la memoria. Tengo en mis manos un recuerdo de una excursión que hice a Cercedilla, con mi hermana y mis padres. Pero hay algo raro en esta foto; Aroa no está riendo, como la recuerdo; en vez de eso mira a cámara, seria, y me señala a mí, justo encima de mi hombro derecho. Un escalofrío me recorre el cuerpo mientras oigo, perfectamente, un ligero crujido, detrás de mi. No estoy solo en mi habitación positiva. Intento volverme, pero estoy paralizado por un miedo irracional. ¡No puede haber nadie aquí! ¡Es mi sitio seguro! La presencia responde a mi queja haciéndose más patente. Casi puedo notar su aliento en mi nuca. Algo dentro de mi me insta a correr como no lo he hecho nunca. Abro los ojos; veo mi salón, mi sofá... y me veo a mí mismo, sentado en él. Un extraño vértigo me domina; Pero que coj...

Es la hora, Mario.

La voz llega a mi como un susurro, pero me remueve por dentro, con una energía ancestral. Veo como, detrás de mí, emerge de la pared una figura, negra como un abismo; unas oscuras grietas se proyectan a su alrededor, y algunas, a modo de garras, se dirigen hacia mis hombros. Intento avisarme gritando, pero no consigo articular sonido alguno; justo como en las pesadillas, solo que esta vez, sé que no estoy soñando. No quiero... no quiero... ¡no quiero!

¡No quiero morir! grito a toda voz, mientras salto del sofá,. Me vuelvo hacia la presencia, pero ya no hay nadie allí. Estoy jadeando y muerto de miedo, pero, extrañamente, me siento vivo, como hacía mucho tiempo que no me sentía.

Atravieso el salón casi sin mirar, y salgo de mi casa a toda prisa. Bajo los siete pisos por las escaleras, descendiendo cada tramo de escalones en apenas dos saltos. Cuando llego abajo me cruzo con vecinos que hacen el amago de decirme algo, pero los ignoro y salgo del portal corriendo. Callejeo hasta llegar a la Castellana, y tuerzo a la izquierda. Esprinto un buen trecho más, hasta que, sin apenas resuello, me detengo frente a las puertas del Bernabeu. Jadeo como un loco, inclinado, con las manos apoyadas en mis rodillas.

No es por cortarte el rollo, pero el Madrid jugó ayer. Llegas tarde, amigo.

Me vuelvo hacia la voz. Es ella, otra vez. ¿En serio? ¿Cuáles son las posibilidades?

Alb... ¡Laura! rectifico.

La chica va vestida con ropa deportiva: sudadera rosa, leggins negros, riñonera y una gorra, bajo la que asoma su pelo, castaño, recogido en una cola. Sujeta un precioso Border Collie con una correa.

Espera, no vas a empezar otra vez con tus trabalenguas, ¿verdad? ríe.

No, no contesto. Eso es sólo si hay cabezazos de por medio.

Los dos nos miramos sonriendo. Hay algo distinto en ella, aunque no sé decir qué es.

¡Qué perro más bonito! digo, golpeándome las rodillas. ¡Qué pasa, pequeño!

El perro me mira y la mira a ella, como pidiendo permiso para hacerme fiestas. Alterna la mirada entre los dos y empieza a mover la cola compulsivamente.

Desde luego, anda que impones, Beren. ¡Te vendes a cualquiera! le reprocha ella al perro. Él interpreta su tono como un permiso y se yergue sobre mi, apoyando sus patas contra mi pecho.

¡Ay, qué guapo es! ¿Cómo dices que se llama?

Beren dice ella. Es un personaje del Legendarium de Tolkien. ¿Lo conoces?

¿Que si lo conozco? El corazón me da un vuelco. Beren era un hombre que se enamoró de un ser inmortal, mitad elfa, mitad espíritu divino; la más hermosa criatura que jamás puso los pies en el mundo que imaginó el bueno de Tolkien, a principios del siglo XX. El nombre de esta mujer era... Luthien. Si, efectivamente, como mi perra; Luthien. ¿Sabéis... cuando una casualidad es... demasiado grande?; suele ser indicativo de que no existe, realmente, tal casualidad. Más bien, una causalidad. Miro a mi alrededor. Me da la impresión de que algunas personas que estaban detenidas, reanudan su marcha. Un hombre me observa, con una extraña expresión dibujada en su rostro. Una sombra desaparece tras un árbol. La miro, entonces, a ella. Sus ojos... son sus ojos. Su mirada centellea en un azul profundo; nada que ver con el verde claro que vi el día que nos topamos en el retiro. Una desconfianza generalizada me invade.

¿Vives por aquí? inquiero. ¡Qué casualidad que nos volvamos a encontrar! ¿no?

Si, vivo a dos minutos de aquí. La verdad es que ya te había visto varias veces por el barrio, supuse que éramos vecinos. Yo siempre saco a Beren por aquí; tres veces al día. Lo raro sería que no coincidiéramos dice, y se encoje de hombros.

Claro, claro digo, asintiendo con la cabeza. Oye, ¿tú no tenías los ojos verdes?

¿Yo? Siempre los tuve azules. Supongo que depende de la luz con la que se miren.

Mi pregunta la pilla por sorpresa. La expresión de la cara le ha cambiado; puedo notar como empieza a sentirse incómoda. Pero llegados a este punto, necesito saber qué se está cociendo aquí, y no quisiera que mi interrogatorio precipitara los acontecimientos.

¡Es coña! digo, sobreactuando una cara de travieso. Es que tengo un humor un poco peculiar.

Si dice ella, con cierta desconfianza. Ya me había dado cuenta. ¿Hoy no vas a hacer imitaciones casposas?

La observo detenidamente, disimulando el escáner que le estoy haciendo, detrás de una sonrisa. Sus ojos, enigmáticos y poderosos, ocultan algo. Una creciente sospecha me martillea la cabeza.

Pues depende de si me inspiras digo, con una confianza impropia de mi. ¿Te parece si cenamos esta noche y lo averiguamos?

La chica me mira, sorprendida. Parece considerar la posibilidad de que esté loco; ¿quien podría culparla? Tras un eterno momento de incertidumbre, agacha la cabeza.

Esta noche no puedo...

Ya, claro, normal murmuro asintiendo.

... pero mañana si que podría añade.

¿¡Eh!? exclamo, desconcertado. ¿si? ¡Ah! Genial entonces. Pues... dame tu... número... y ya concretamos hora y lugar.

Ella sonríe y saca un bolígrafo de la riñonera; coge mi mano y empieza a apuntar su número en ella. Miro los hoyuelos que le salen en la mejilla; hay algo extrañamente familiar en ellos.

Bueno, y a todo esto. ¿No me vas a decir tu nombre? dice, sujetando aún mi mano.

¿Y romper la magia? replico. Ya te lo diré en la cena... quizás.
Ella me mira, con una expresión de curiosidad. Se cala, entonces, la gorra y se ajusta la riñonera, mientras asiente con la cabeza.

Muy bien, chico misterioso; espero tu llamada dice. Y sin más, sale corriendo, con Beren a su lado.

Observo el hipnótico vaivén de su coleta, hasta que desaparece por una esquina. Me encamino hacia mi casa, dándole vueltas a la sensación que me ha dejado este encuentro. Intento desterrar una idea que llevaba rondándome la cabeza todo el rato, pero es demasiado poderosa como para ignorarla. Creo que Laura no existe; está solo en mi cabeza. Y esto, sería la prueba irrefutable de que estoy como las putas cabras. Cuando llego al portal, miro mi mano, temiéndome lo peor. Pero el número sigue allí, escrito junto a mi muñeca. Bueno, supongo que en breve sabré si realmente estoy para que me encierren. Levanto la cabeza y miro el balcón de mi casa. Ahora tengo otro encuentro que gestionar, uno realmente aterrador. A ver quien es el guapo que entra en casa ahora.