viernes, 13 de septiembre de 2019

18. Negro




¡Tocho! ¿Qué coj...? ¡Gilipollas, casi me da un infarto!

Claro, claro. Tu lo que quieres es que te haga la respiración boca a boca, so trucha dice, poniendo morritos y sacando la lengua obscenamente.

¿Cómo sabías que estaba por aquí? pregunto extrañado.

Tío, estás fatal de lo tuyo responde. Me dijiste el otro día que ibas a venir hoy a ver a tu abuelo. ¿Dónde coño te metiste ayer, por cierto? Me dejaste tiradísimo. Te llamé varias veces, y nada, como si se te hubiera tragado la tierra.

¿Ayer? Osea, espera... ayer... fue viernes, ¿no? balbuceo.

Tocho me escudriña, mientras se acerca a mi.

¿Vas puesto de algo raro? Te falta bofetón, y yo llevo aquí cuarto y mitad dice con sorna.

No, tío, en serio. No sé que coño me pasa. Algo no funciona bien... últimamente...

Tocho levanta las cejas cuando oye “últimamente” y hace un amago de decir algo, pero finalmente aprieta los labios y se lleva la mano al bolsillo.

...creo que se me está yendo la cabeza seriamente. No sabes la que he liado en casa de mis padres añado y resoplo.

Él saca un paquete de chicles del bolsillo y se mete dos en la boca.

Pilla, anda dice, mientras me lanza uno. Yo lo recojo y me lo guardo.

Gracias, pero prefiero uno de estos replico, sacando mi paquete de Lucky Strike del bolsillo interior de la chaqueta.

Tocho se me queda mirando con los ojos muy abiertos, como si no se creyera lo que está viendo. Me observa, pasmado, mientras me enciendo el cigarrillo. Yo le devuelvo una mirada nerviosa.

¿Qué? pregunto finalmente.

Nada...el atleti, que el domingo perdió. ¡Ah no!... espera, eso es normal...¿!Qué cojones haces!? ¿Desde cuando fumas?me espeta.

Alberto, de verdad, hoy no es el día. No tengo el cuerpo para tonterías.

Tocho se remueve, inquieto. Sus cercanos sólo le llaman Alberto cuando están muy enfadados, o cuando pasa algo serio. Él siempre reacciona de la misma forma: cruza los brazos, agacha la cabeza y su rictus se tensa en una expresión infantil, con el ceño fruncido, mordisqueándose el interior de los labios. La primera vez que vi esa reacción a su nombre fue cuando teníamos doce años. Estábamos jugando al basket, en el instituto, y apareció su tío Fran, apenas diez años mayor que nosotros; casi un hermano para Tocho. “Alberto, ¿puedes venir un segundo?”, dijo. Todos nos miramos extrañados; jamás lo había llamado por su nombre; siempre Tocho, o Bertix. Tras apartarlo del grupo, le dijo que su madre, que llevaba un mes ingresada en una clínica de Boston, había perdido, al fin, su batalla contra el cáncer. Desde aquel día, su propio nombre se convirtió en su ‘kriptonita’.

Vale, chaval. Haz lo que te salga de los pulmones masculla. Por mí como si te metes jaco en vena. Y, por cierto, si ya has terminado de aporrear las puertas de tus finados, ¿te parece si vamos a ver a Salva?

Acaricio la puerta del panteón y le dedico un abrazo mental a mi abuelo; me vuelvo hacia Tocho y me percato de que está chorreando literalmente.

A ti tampoco te importa mucho mojarte, por lo que veo digo, mientras salimos nuevamente a la intemperie.

¡Buah! Ni que fuera sulfúrico dice levantando la cabeza hacia la lluvia; entonces extiende los brazos y cierra los ojos. ¡Oh si... riégueme... riégueme! grita, imitando a Carmen Maura en ‘La ley del deseo’.

Estás fatal apunto, meneando la cabeza.

Y ni así se apaga mi fuego, chaval rima, guiñando un ojo.

Me quedo mirándolo, atónito, mientras pasa a mi lado. Puede hacer las bromas más inapropiadas, en el peor de los momentos, y quedarse tan ancho. Y lo más curioso, es que uno, lejos de ofenderse, a menudo tiene que hacer esfuerzos para no reírse. Es el jodido maestro del humor negro.

  Volvemos a descender por la escalinata y torcemos a la derecha, por un camino que atraviesa unos grandes bloques de ladrillo, plagados de nichos. Viendo la altura a la que están las últimas hileras de estos, uno no puede evitar preguntarse cómo lo hace la gente que viene a visitar a sus difuntos. Porque en el cine siempre nos han mostrado a ese protagonista, taciturno, que se arrodilla ante la tumba de su amada, para susurrarle lo vacía que le resulta la vida sin ella. Y es que, siempre ha habido clases, hasta en la muerte; y si uno no tiene mucho dinero y quiere hablar con su difunta señora, que yace en una de esas económicas y elevadas hileras de nichos, necesitaría un altavoz, o una escalera. Y qué queréis que os diga, no es lo mismo.

  Un poco más adelante, y rodeado por varios magnolios, se divisa, entre la cortina de agua, un grupo de tumbas de mármol blanco. De entre la multitud de lápidas, destaca una, con un pedestal y una estatua de un muchacho. Este se yergue, desafiante, donde su modelo fue incapaz de hacerlo.

“El número de veces que un hombre se levanta tras caer, marca su valía como guerrero; el número de caídos que un guerrero ayuda a levantarse, marca su valía como hombre”. La placa inclinada que presenta el pedestal no puede ser más acertada. Quizás Salva no pudiera levantarse literalmente, pero metafóricamente, lo hacía una y otra vez, sin importar la fuerza del golpe que le hizo morder el polvo. Por otro lado, él siempre estaba para levantar a su gente; incluso a los que apenas conocía, pero intuía que merecían la pena. Subo la mirada hacia la escultura de mi amigo. Siempre pensamos que no hacía justicia a todo lo que Salva significaba para nosotros; pero nos encantaba la idea de verlo en pie, eternamente, como un auténtico paladín debe estar.

  La lluvia comienza a arreciar seriamente. Tocho saca un pañuelo de su chaqueta y empieza a limpiar los excrementos de paloma que chorrean, reblandecidos, por la placa del pedestal.

Era el mejor de nosotros digo.

¿Qué? grita Tocho, volviéndose hacia mí. La manta de agua que está cayendo repiquetea en mármol y piedra, produciendo un ruido ensordecedor.

¡Salva... que era el mejor de nosotros! Bramo.

¡Con diferencia!apunta él.

Me conmueve verlo, arrodillado, limpiando mierda de una lápida, mientras el diluvio universal cae sobre él. Tras la muerte de su madre, Salva y el pirata se convirtieron en la sombra de Tocho; donde él iba, allá iban los hermanos García; y aunque, realmente, todos sus amigos estuvimos ahí para él, Salva tenía un don especial para reconfortar almas en duelo. Tocho, obviamente, no olvidó aquello, y tenía debilidad por ellos dos. Por eso, la muerte de Salva lo golpeó más que a ninguno de nosotros; se había ido, para siempre, su ángel de la guarda. Siempre creí entender el dolor que sintió... hasta que murió mi abuelo. Entonces, y sólo entonces, lo vi claro. Tocho puede comportarse como un patán contigo en un instante, y al siguiente estar partiéndose la cara por ti. Lo mejor es que no le importa nada lo que opine la gente sobre su forma de actuar; hace años que entendió qué es lo que realmente importa en la vida. Él es mi recordatorio acerca de la necesidad de no juzgar a nadie por lo que vemos en un momento dado. Siempre nos faltarán datos. Sonrío.

Pa...mi que... ver dice, volviéndose hacia mí.

¿¡Cómo!?

¡Que juraría que va a llover! vocifera él, incorporándose, absolutamente empapado ¿¡Tú como lo ves!?

¡Mehh... si acaso cuatro gotas!

Tocho se sitúa a mi lado, y los dos contemplamos la efigie de Salva durante un largo rato, en respetuoso silencio.

¡Oye... que no... porta... que ...aras ...llí ... aras antes ...mana! ¡ ...tiendo... tamente, yo en ... gar... amente... cho lo mismo.

¿Qué? grito con fuerza. El fragor de la lluvia apenas me deja escuchar nada.

¡Que no te rayes por lo que pasó con tu hermana... y conmigo! dice, a toda voz ¡Que no me importa! ¡Tus prioridades son normales!

Reflexiono sobre lo que creo haber oído a través de la estrepitosa banda sonora que nos rodea. Parece que cuando lo seguí por Gran Vía me debió ver, y sabe que sé lo que tienen él y Aroa. Y ahora se cree que lo dejé tirado por eso. ¡Menuda chorrada!

¡Pero si no pasé de ti por eso, tío! ¡Simplemente no recuerdo qué hice ayer! ¡He perdido el día por...!

Un fogonazo seguido de un descomunal trueno me interrumpen. El sonido retumba en mi pecho, sobrecogiéndome por completo. Tocho y yo nos miramos con los ojos muy abiertos y una ‘o’ dibujada en nuestras bocas.

¡Sus muertos! grita Tocho.

¡Por ahí andan! apunto yo, mirando a nuestro alrededor, tras lo cual, le señalo con las dos manos.

¡Touchè! dice él, y me señala a mi también, con los ojos entrecerrados y los labios proyectados en una mueca de cara de pato. Ya deberíais saber lo que viene a continuación...

¡Madafacaaaaaaa! exclamamos a la vez.

Los dos reímos con fuerza; ambos distintos, pero iguales; cada uno en nuestro mundo, pero con una química que trasciende espacios, tiempos y diluvios. Reímos por nosotros, y por todos los que ya no podrán hacerlo; y me siento genial; y por un momento me perdono todo, y me siento en paz con la vida. La naturaleza decide, entonces, unirse a este profundo momento de conexión; y lo hace, a lo grande, conectando, a su vez, cielo y tierra, en un estallido apocalíptico. Un enorme rayo cae sobre la estatua de mayor altura de la zona, a escasos diez metros de donde nos encontramos. El sonido que produce es comparable al que haría el mismo cielo al derrumbarse sobre nuestras cabezas.

¡Hostia puta! ¡Corre ‘pringao’! grita Tocho, entre risas. ¡Corre... que nos fríen!

Y tras esto, arranca a correr, estilo ‘Forrest Gump’. Yo no me tomo ni medio segundo más, y salgo a toda velocidad tras él. Pero no es fácil correr con la que está cayendo, y mucho menos, a la velocidad que lo hace Tocho. ¡Qué cabrito, lleva las botas de siete leguas! Intento mantener su ritmo, mientras torcemos entre bloques de nichos, en un tétrico laberinto; pero acabo por perderlo. Tras una larga y frenética carrera, llego a la capilla que hay junto al largo soportal de entrada al cementerio, pero no hay ni rastro de él. Me pongo a cubierto rápidamente, bajo el soportal, mientras miro a todos lados. Nada; nadie. 

  El viento vuelve a hacer acto de presencia. Varios rayos más iluminan el cielo, pero cada vez pasa más tiempo entre relámpago y trueno. Parece que la tormenta se aleja, tan rápidamente como vino. Camino hacia la entrada del cementerio con la esperanza de ver a Tocho en la marquesina de la parada de autobús, pero allí tampoco hay nadie. Este es capaz de haber seguido corriendo hasta su casa. Me cobijo bajo la marquesina y echo mano a mi paquete de cigarrillos. No alcanzo a sacar más que una pasta informe de papel y tabaco. Joder, al final si que llovía. Recuerdo entonces el chicle que me lanzó Tocho. Echo mano al bolsillo de mi pantalón, pero allí no hay nada. Inspecciono en busca de un posible agujero en el bolsillo, y... ¡bingo! Allí está, aunque juraría que es muy pequeño ¿En serio se ha colado el chicle por aquí? Suspiro y maldigo; maldigo a la relatividad einsteniana, a los chicles furtivos y a la lluvia. Y maldigo sobre todo a los amigos velocistas, que lo sacan a uno de sus miserias, para, acto seguido, abandonarlo de nuevo a su suerte. Sonrío al pensar en Tocho. Saco entonces mi móvil, con la intención de llamarlo. Pero el móvil está apagado, y no se enciende. Creo que ha calado a través del bolsillo y me lo he cargado. ¡Bufff!. ¿Qué más?  

  Me dirijo hacia mi coche, que aparqué bastante cerca de la entrada del cementerio. Cuando estoy abriendo la puerta, un autobús pasa junto a mí, levantando una gran ola de agua y porquería a su paso. La ola, como no, me engulle por completo. Me quedo unos segundos en shock, con ríos de agua parda chorreándome por la cara. Miro al cielo y hago una doble peseta. El próximo día salgo con traje de neopreno.


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