martes, 10 de septiembre de 2019

17. Gris oscuro


 

  El viento mece los árboles que lindan el camino, provocando un murmullo constante a mi alrededor. Esta mañana amaneció despejado, pero conforme ha ido avanzando el día, unas gruesas nubes han acabado por cubrirlo todo. Miro al cielo y este me devuelve una mirada gris; el otoño avanza, al fin, rápidamente. Me cierro el cuello de la chaqueta, enciendo un cigarrillo y continúo mi paso. Con el muro oeste del cementerio a mi derecha, recorro un camino flanqueado por numerosos nichos y tumbas; y también por recuerdos, que acechan en cada rincón de un cementerio que conozco demasiado bien. El viento lleva cierto olor a rosas. Rosas... 


Mario, vamos, chico. ¡Hoy estás muy revoltoso!

Vuelvo a tener ocho años, y correteo por este mismo camino, jugando entre lápidas y estatuas. Mi abuelo luce particularmente elegante, con traje y corbata, y sujeta un ramo de rosas blancas. Como cada décimo día de mes, venimos al cementerio de la Almudena para visitar el panteón de mi abuela. Pero antes, siempre damos un pequeño rodeo por esta parte del camposanto.

Si abuelo, ya voy. Es que estoy intentando despistar a los malos, que nos están siguiendo.

Él sonríe y me espera, paciente. A su lado está Aroa, que, con cara de gran concentración, se ajusta el parche corrector sobre su ojo izquierdo. Continuamos andando por el camino, y unos metros más adelante, nos detenemos en una sección perpendicular del muro del cementerio. Hay varios ramos de flores por el suelo. Mi abuelo deja las rosas junto a una planta, que se abre camino, tímidamente, entre las grietas, a los pies del muro.

¿Por qué dejas estas rosas aquí, abu? dice Aroa.

Para recordar a trece mujeres muy valientes que murieron hace casi sesenta años.

¿Y cómo murieron? inquiere ella, con cierta preocupación.

Las ‘fisularon’ apunto yo, orgulloso por demostrar mis conocimientos.

Mi abuelo me mira, escondiendo una risa tras su poblada barba.

Lo realmente importante no es cómo murieron, pelusilla; dice mi abuelo, arrodillándose junto a mi hermana importa cómo vivieron. Fueron unas mujeres muy buenas, y algunas, además, muy buenas madres. Una de ellas era la madre de mi mejor amigo. Y tú, pitufa añade, mientras le pinza suavemente la nariz estoy seguro de que también serás una mujer muy buena, ¿verdad?

Si... responde dubitativa ella pero yo no quiero que me ‘fisulen’.

Mi abuelo ríe. Tiene una risa potente y grave, de las que te mueven por dentro. Coge a Aroa y se incorpora, levantándola en volandas.

Tranquila, pitufa, que mientras yo esté por aquí, no te pasará nada.

Entonces se pone a mi hermana en el hombro, como si de una alfombra se tratara, y empieza a andar, bajo las risas y protestas de Aroa. Yo los veo alejarse, y desvanecerse tras el humo de mi cigarrillo. Me arrodillo junto a una planta, que brota, ahora sin complejos, de entre las grietas del muro, y dejo una rosa blanca. Tras esto, me vuelvo y apoyo mi espalda contra la pared. Pienso en la multitud de gente que esperó su ejecución en estos muros; en la angustia que debieron sentir los minutos que precedieron al fatídico momento, aquí, en pie, mirando como un grupo de semi imberbes soldados se disponían en hilera, a escasos metros de ellos. Frente a mi, un imaginario pelotón de fusilamiento carga sus armas. Adelante, alegradme el día. Cierro los ojos y fantaseo con que el universo por fin me hace justicia. Pero uno no puede morir por una fantasía. Si así fuera, hace tiempo que me habría ido, y ahora estaría jugando una partida de ajedrez con mi abuelo. Y volvería a oír su cálida risa; y ya nada dolería. Un hilo húmedo se desliza por mi cara, pero esta vez no se trata de mis lágrimas; ha empezado a llover.

Aprieto el paso hacia la parte central del cementerio. Mientras ando, tengo la sensación de que alguien me observa. Sombras entre lápidas; movimientos en los extremos de los muros de nichos... después de girarme varias veces, intentando sorprender a quien sea que me esté siguiendo, empiezo a pensar que mi imaginación me está jugando una mala pasada. Un cementerio, en un día gris y frio, sin un alma en los alrededores; todo invita a un festival de paranoias. ¿Cómo es posible que un sábado no haya nadie por aquí? ¿Soy el único que echa de menos a la gente que ya no está? Considero la posibilidad de haber perdido otro día. No sé, a lo mejor es lunes. Y ya puestos, de 2037. Finalmente, llego a la conclusión de que quizás no sea más que la lluvia; debo ser el único al que no le importa mojarse. Y menos mal, porque esto empieza a convertirse en un auténtico chaparrón. Ni danzas de lluvia ni gaitas; si queréis que llueva un otoño, salid a la calle sin paraguas. Y si habéis ido a la peluquería, o acabáis de lavar el coche, el éxito está asegurado.

Tras recorrer una escalinata rodeada de vegetación, alcanzo una zona elevada del cementerio. Entre dos cedros, emerge el Panteón de la familia Quesada de Osorio; una réplica de una iglesia gótica de tres naves, rosetón y vidrieras incluidas. Mi tatarabuelo, el vizconde de Cebreros, mandó construir este panteón a finales del siglo XIX, y es uno de los más antiguos del cementerio.

Me resguardo de la tromba de agua en el pórtico de entrada, bajo la atenta mirada de las gárgolas, que sujetan la cornisa que hay unos tres metros por encima de mí. Me siento en el suelo de piedra gris y entierro la cabeza entre las rodillas. Quince años atrás, estoy sentado en este mismo lugar, sintiendo una gran desesperanza, de esas que duelen a cada minuto. Es el día posterior a la fiesta de fin de curso del instituto, y como tantas otras veces, siento que es el fin del mundo.

¿Un mal día, chico?

Levanto la mirada hacia mi abuelo. Él Me observa atentamente, mientras introduce tabaco en su pipa. Siempre me fascinó verlo realizar aquel ritual. Finalmente, aplica una cerilla a la boca de la cazoleta y da varias caladas cortas.

El peor de mi vida contesto, volviendo a mi dolor. es imposible sentirse peor.

 Él asiente con la cabeza. Entonces se sienta frente a mi, apoyando la espalda en una de las columnas que sostienen el pórtico. Jamás le importó ensuciarse si la causa lo requería, y creo que yo me había ido transformado en una causa perdida, de continuo requerimiento. A pesar de ello, nunca pareció perder la esperanza conmigo.

Vaya, suena mal. ¿Qué ha pasado?

Suspiro profundamente; respiro el denso aire especiado que ahora me envuelve. Lejos de molestarme, me tranquiliza.

Ayer, en la fiesta, Sara no hacía más que hablar de Álex. Se tiró toda la noche contándome lo maravilloso que es, y lo feliz que sería estando con él.

Osea que estuvo toda la noche contigo, hablándote de él, ¿no? apunta. Y Álex, ¿que hacía?

Él estaba solo casi todo el rato, como siempre digo, mientras me encojo de hombros en su mundo de empanado.

¿Me estás diciendo que, pudiendo estar con Álex, Sara prefirió quedarse contigo, sólo para hablar de él? dice mi abuelo pausadamente.

¿Verdad que es retorcida? espeto, indignado. ¿Para que me cuenta todo esto? ¿Por qué no se va ya con él, y me deja tranquilo?

Mi abuelo da una larga calada a su pipa y realiza cinco aros perfectos de humo, que se elevan hacia las gárgolas. Mi Gandalf particular.

Muchas veces, a las personas les cuesta asumir algo que están sintiendo; por tanto, mucho más les costará comunicarlo, ¿no crees, chico?

Pues no sé respondo comunicar nunca ha sido lo mio, ya lo sabes. Yo no entiendo nada; sólo sé que está siendo un año de mierda.

No me refería a... bueno, es igual. Si hubiera algo que entender, lo entenderás en su momento dice con una sonrisa. ¿Sabes? Creo que hay varios tipos de personas nadando en el mar de la vida; unos son piedras, y están cargados de sentimientos tan complicados y densos, que los hacen muy pesados, y su vida es una continua lucha por no hundirse; luego están las pelotas de playa, que flotan, vacios de sentimiento, sin apenas esfuerzo, dejándose llevar por cualquier viento que impere; y por último, están los corchos de pesca. Estos flotan, y a menudo se hunden, a causa de las mordidas de la vida. Pero siempre acaban volviendo a flotar. Su vida transcurre entre la profundidad y la superficie; y aunque no lo sepan, sus momentos de ahogo son previos a conseguir una presa. Cuanto mayor sea esta, más lucha ofrecerá, y más tiempo estará el corcho hundido. Tú eres un corcho, chico. Y no pierdas de vista que conseguirás grandes cosas, no importa lo mal que te sientas ahora.

Lo miro sin saber que decir. Él es de esas personas cuyas palabras te dejan pensando, sin la constante necesidad de rebatirlas, tan frecuente en el resto de interlocutores. Y es que, hay gente que escucha, gente que ayuda... y luego está mi abuelo. Apoyo nivel dios.

El recuerdo se desvanece, y me deja solo, en el Panteón, empapado y temblando. Me incorporo y apoyo la frente contra la puerta de entrada a la tumba, que despide un intenso olor a madera húmeda.

Este pez me ha llevado consigo, abuelo; y ya no estás tú para recoger el sedal y rescatarme, como siempre. Me he... hundido.

Entonces, golpeo la sólida puerta de entrada del panteón con mis puños, una y otra vez; al principio suavemente, pero luego, dejándome llevar por una demoledora impotencia, vuelco toda mi rabia a golpes contra la gruesa madera. Grito y golpeo como si fuera lo último que vaya a hacer en la vida. Finalmente, vuelvo a apoyar la cabeza, vencido, sobre la puerta.

Como te conteste alguien desde dentro...

¡Dios! me vuelvo de un respingo hacia la voz.

...te vas a cagar vivo, ‘pringao’.

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