miércoles, 21 de agosto de 2019

16. La salsa de la vida





— ¡Mmmm! ¡Qué riquísima está, mamá!—proclama Aroa con los ojos cerrados y una sonrisa de placer.

— Si, casi al nivel de la de carne—apunto yo, mientras escarbo en la lasaña, con la vana esperanza de encontrar algún trozo perdido de ternera, cerdo o lo que sea.

— Otro como su padre —dice mi madre, dedicándome su clásica expresión de paciencia.—¿Queréis dejar de diseccionar la comida?

Mi padre levanta ligeramente la cabeza y me mira a través del hueco que dejan sus gafas, medio caídas en su prominente nariz.

— A esa lasaña le falta anestesia, hijo. Toma, no sea que se levante y te endiñe con una berenjena —dice, y me pasa la botellita de salsa.

Cojo la salsa y la miro con veneración. La receta de la salsa picante de la familia López lleva enseñándose durante generaciones entre las mujeres de la misma. Mi abuela le contó el secreto de esta salsa a mi madre y a mi tía, pero únicamente cuando se casaron. “Así fue desde los tiempos del gran hambre, y así será ‘pa’ siempre”, suele decir mi abuela. Ya que no sabemos cuantas generaciones lleva esta receta en la familia, no tenemos muy claro a qué gran hambre se refería. Alguna vez teorizamos sobre que podría referirse al hambre que sucedió a la caída del meteorito que acabó con los dinosaurios. Fulminó el setenta y cinco por ciento de la vida en la tierra, pero con los López no pudo. ¡Ou yeah! En cualquier caso, esta salsa tiene un efecto peculiar: pica tanto que atonta los sentidos. Esto, ciertamente, sería muy útil en épocas de escasez. Entre sus ingredientes, se rumorea que puede haber algún tipo de embutido, como chorizo o salchichón, macerado durante semanas entre guindillas, plantas aromáticas, especias y aceites. Así que, con la ilusión de engañar a mi estómago, rocío generosamente la lasaña con una salsa en la que, presuntamente, nadó un delicioso trozo de embutido.

— Niño, te va a sentar mal. Esta noche no vas a dormir —me advierte mi madre.

‘¿Really nigga?’ ¡Pues prepárame cinco litros! Así, por lo menos, me ahorraría las pesadillas que tengo desde hace meses. Miro la mesa; ensalada ‘caprese’, tiras de berenjenas fritas y lasaña vegetal; ni rastro de chicha. Desde que Aroa se hizo vegana, nunca hay carne en la mesa a la que se sienta. Mis padres tienen absoluta devoción por ella, y está totalmente consentida en cosas como esta. Pero no los culpo; Aroa tiene ese aire que te invita a mimarla. Siempre fue esa niña dulce y encantadora que, ni pide, ni muchos menos exige. Solo con mirarla siente uno la necesidad de que todo esté a su gusto. Creo que debe tratarse de algún tipo de encantamiento. Si, mi hermana es una bruja; de las buenas y guapas, pero bruja. Y como tal, su debilidad era el fuego. Noto como se me atraviesa un trozo de lasaña en el esófago. Imágenes de cigarrillos, alfombras y llamas acuden a mi cabeza súbitamente. Empiezo a sudar.

— ¿Cómo fue la partida este jueves? —pregunta Aroa, al quite, como siempre.

— Bien, bueno, ya sabes... lo de siempre; el pirata siendo muy pirata, Álex a lo suyo...

— Ajá, y ¿Sara?...¿qué tal Sara? Bien, ¿no? —interrumpe mi hermana, lanzándome una mirada traviesa. No sé si he entendido bien el doble sentido que llevaba su pregunta, si es que lo llevaba. La miro con los ojos entrecerrados, intentando descifrar su expresión socarrona.

— Sara babeando por míster empanado, como siempre —replico.

— Creo que en ese grupo hay más de un empanado —dice Aroa mirándome fijamente. Ya está otra vez; maldita sea,¡sal de mi cabeza! Aparto la mirada y le doy vueltas a su última afirmación. Un momento, ¿qué estás insinuando, bruja? La miro con el ceño fruncido, entre sorprendido y molesto. Ella suspira y menea la cabeza.

— Cariño, pásame esa salsa maravillosa, por favor —dice mi padre, guiñando un ojo.

Observo, con estupor, como mi madre le ofrece a mi padre la salsa, con una sonrisa. Aquí hay algo que no está bien. No es que mis padres se lleven a matar; es más un respeto, una tolerancia...se soportan, por así decirlo. Jamás presencié un desprecio por parte de ninguno hacia el otro, pero estas muestras de cariño que se están profiriendo, me tienen muy escamado.

— Por cierto, a estos boquerones fritos les falta boquerón —apunta mi padre. Y esta es otra; el doctor Francisco Javier Martín Quesada de Osorio, una eminencia en la cardiología nacional, transformado en una especie de... ¿humorista?

— A ti sí que te falta, Paco —responde mi madre aguantándose la risa.

Miro a mi hermana con gesto de preocupación. Ella me sonríe y se vuelve hacia mi padre.

— Boquerón —le dice.

— Engraulis encrasicolus —responde él automáticamente.

— Berenjena —insiste ella.

— Solanum melongena —contesta él sin despeinarse.

Por fin algo que me resulta realmente familiar. Estos juegos de preguntas forman parte de nuestra vida desde que éramos enanos. Aunque, más que un juego, eran un intento de pillar a mi padre en un renuncio. Pero su memoria eidética no le falló ni una sola vez, que yo recuerde. ¿Sabéis que existen unas 400.000 especies de escarabajos? Yo no sé si las conoce todas, pero después de decenas de intentos con los casos más rebuscados, acabé por rendirme. No sé que valor podrían tener estos datos para un médico, la verdad, pero a mi padre le da igual. En esto me recuerda mucho a mi abuelo; tiene ansia por almacenar información. De tal palo, tal astilla. Según mi madre, esto no es más que un síndrome de Diógenes mental. Yo creo que es así como funcionan las mentes inquietas, "el conocimiento es alimento"; la salsa propia de la estirpe Martín.

  Así que, efectivamente, me crié en una familia súper: mi abuelo con súper sabiduría; mi padre con súper memoria; mi madre con el don del apaciguamiento; mi hermana, con todos esos poderes y otros muchos; ¡hasta la perra, que es precognitiva! En cuanto a mi... siempre he pensado que mis padres debían estar colocados el día que me engendraron. Os podéis imaginar la presión con la que crecí. Más allá de las típicas comparaciones entre hermanos, no salía victorioso en cotejo alguno con nadie de mi entorno. Si acaso, por mi físico, aunque ya me diréis el mérito que eso puede tener. ¡Qué bien! Lo tenía todo para ser un niño rico, superficial y vanidoso. Pero el universo, que es un cachondo, tenía otros planes para mi. Todavía estoy por descubrir cuáles son, pero sospecho que bien podría ser, simplemente, descojonarse a mi costa.

—¿Cómo llevas la terapia? —dice mi madre.

Estupendo, la granada de mano ha llegado antes del postre, pero será la salsa lo que me siente mal; claro.

—Bien, como siempre. Le dije a Javier que estoy pensando en irme una temporada, a trabajar al extranjero —improviso.

Creo que mi maniobra de subterfugio ha chirriado como la puerta de un calabozo medieval.

—Pero antes terminarás la terapia, supongo —insiste ella.

—La verdad es que... creo que poco más voy a sacar de esta terapia; y ya estoy mucho mejor que hace unos meses.

—Si claro, por eso se te pierden días —me espeta. —No es solo lo de hoy, Mario. Llevas una temporada que estás perdido con los días, y te quedas en Babia muchas veces.

¡Pero qué sabrá, si hace dos meses que no me ve! Es implacable; creo que, en vez de farmacéutica, debía ser interrogadora del mossad. Acabaría con el terrorismo en oriente próximo en semana y media.

—¿Y eso? —dice Aroa. —Osea que era verdad lo de que pensabas que mi cumpleaños era mañana.

¿Tú también, bruto? Empiezo a sudar otra vez. Me remuevo en la silla y miro a mi alrededor, buscando la salida más cercana. Pero caigo en que eso sería darle la razón a mi madre; y Dios me libre. Puesto que aquí no soy el único que oculta cosas, intento desviar la atención.

—Esta mañana he visto a Tocho por tu trabajo, Aroíta —digo bruscamente.—Iba con la camiseta del Che, esa que nos dijo el abuelo que tenía la cita de Neruda. Aunque supongo que ya lo sabías, ¿no? —añado con tono travieso.

El silencio más absoluto se hace en la mesa. Aroa se me queda mirando con cara de incredulidad. Miro a mi madre, que agacha la cabeza. Mi padre deja de masticar y me mira fijamente. Vuelvo a mirar a mi hermana; su expresión se ha transformado en algo que no sabría definir con exactitud. Dos lágrimas le caen por las mejillas, a pesar de lo cual, hace un esfuerzo por sonreír. Pero la sonrisa se desvanece antes de terminar de formarse. Finalmente, se levanta y sale por la puerta del jardín. Mi madre se levanta y empieza a recoger la mesa. No entiendo nada de lo que acaba de pasar.

—¿Qué? ¿Qué he dicho? —le digo a mi padre, que aún me mira, con un trozo de lasaña a medio masticar en la boca. Tengo la extraña sensación de que el tiempo se ralentiza.

—Mario —me dice. —Sabemos que esto no está siendo fácil para ti...

Es muy raro lo que está ocurriendo. Oigo perfectamente lo que me dice mi padre, pero la imagen no concuerda con el sonido, como cuando uno ve una película que no está bien sincronizada.

¡CRASH!

El sonido de un plato rompiéndose me hace girarme hacia mi madre, y veo como el plato acaba de escurrirse de sus manos, pero aún no ha caído al suelo. Cuando por fin lo hace, no emite ruido alguno.

—... pero no está siendo fácil para ninguno de nosotros. —Oigo la voz de mi padre, pero su boca no se mueve. La habitación empieza a darme vueltas. —Aroa lo está pasando fatal también.

Pues claro que lo está pasando mal; le destrocé la vida. ¿Pero qué tiene eso que ver con lo que acaba de ocurrir?

—Lo sé —intento decir, pero apenas consigo emitir un balbuceo. Oigo mis palabras antes de pronunciarlas, y eso hace que no consiga decirlas de forma inteligible. Empieza a faltarme el aire. —Perdonad, no me encuentro bien —intento decir mientras me levanto. Me dirijo hacia la puerta del jardín, pero la habitación ha aumentado bastante la velocidad con la que gira.

—Estamos aquí para ti, Mario —continúa mi padre. —No tengas miedo, afróntalo.

Mi madre se ha situado junto a mi padre y le hace un gesto que no consigo ver. Sabía que no era buena idea venir hoy... lo sabía. Agarrándome a las sillas, consigo alcanzar la puerta. Veo a mi hermana, junto a la piscina. Me acerco a ella, intentando mantener el equilibrio.

—Aroa, soy idiota; no he debido... mencionar al ab...

Se vuelve entonces hacia mi, sollozando.

—Lo siento muchísimo... Mario; ¿podrás... perdonarme alguna vez?

¿Pero de qué habla? Trato de comprender lo que me está diciendo, pero bastante esfuerzo estoy haciendo ya, manteniéndome en pie. Intento hablar, pero tengo un cortocircuito muy serio en la cabeza. Sus palabras resuenan una y otra vez en mi mente; Mario ¿podrás perdonarme?; no puedo concentrarme en lo que quiero decir; perdoname... perdoname... lo siento tantísimo. Oigo pasos a mi alrededor; escucho voces que hablan de urgencia, desde la tranquilidad, pero no consigo entender bien lo que dicen; miro a mi alrededor; nada tiene sentido, porque allí solo estamos mi hermana y yo, sobre el jardín.

—Lo siento, Mario. Me cambiaría por él, ahora mismo —la voz se le quiebra, rota por el llanto. Entonces empieza a andar, con la cara enterrada entre sus manos, y desaparece por el otro extremo del jardín.

¿Que se cambiaría por el abuelo? ¿A qué viene eso? ¡Ella no tuvo culpa de nada!
Un penetrante olor a desinfectante me invade; Me doy cuenta de que estoy jadeando. Con el poco aliento que me queda atravieso el jardín y salgo por la cancela hasta la calle. Entro atropelladamente en mi coche y cierro la puerta; tengo la sensación de estar en un cuerpo que no es el mio. No sé como explicarlo, porque ni yo consigo entenderlo bien; pero la sensación me baña de angustia. Noto entonces un dolor afilado en el pecho, que se radia por todo mi cuerpo. A duras penas consigo coger un lorazepam de la guantera. Estoy teniendo el típico ataque de ansiedad que parece un infarto. Si tan sólo fuera un infarto de verdad...

  Tras un par de minutos intentando controlar la respiración, empiezo a encontrarme algo mejor. Echo un último vistazo a villa Flora; creo que va a pasar una buena temporada antes de que me anime a volver. En mis peores momentos siempre acudía a mi abuelo, ahora... me siento totalmente perdido. Abuelo, hoy hace un año; te he echado de menos todos los días. Recuerdo,entonces, que tengo una cita pendiente. Arranco mi coche y pongo rumbo al cementerio.

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