lunes, 9 de junio de 2014

2. Chubascos cerebrales








  La calle sigue donde la dejé. La misma jungla…los mismos animales; amas de casa con bolsas de supermercados repletas de la compra de la semana; hombres descuidadamente trajeados, hablando por móviles de última generación; mujeres con pantalones y chaquetas tan impolutas como su maquillaje; repartidores con o sin uniforme llevando sus cargas de un lado a otro… gente de todo tipo de género, nacionalidad, clase social, creencia y orientación sexual, con un claro punto en común: la prisa. Hagan lo que hagan, vayan donde vayan, siempre bajo la etiqueta de urgente.

  Antes no me daba cuenta de nada; no me detenía a mirar, a observar a la gente. Supongo que antes…era como todos. En algún momento, me salí del camino; no recuerdo cuando, ni cómo, se me acabaron las ganas de ser uno más.

  Pero esto no tuvo nada que ver con que perdiera mi trabajo. Realmente me gustaba lo que hacía. No es que trabajar en un aeropuerto fuera mi sueño hecho realidad. Ni siquiera volaba, como muchos de mis compañeros. Pero cargar el equipaje de los viajeros en el avión me hacía sentir parte de sus viajes. Una parte tan insignificante como vital; como un pequeño polizón, cuya ausencia puede conllevar desagradables sorpresas. Al fin y al cabo, nadie quiere perder media vida en una maleta extraviada.

  Y un día, alguien extravió mi maleta. No sé si fue exactamente por la crisis; yo seguía cargando los mismos equipajes que de costumbre; o por alguna extraña alineación planetaria, que desencadenó una serie de catastróficos acontecimientos que condujo irremediablemente… bla, bla, bla. No, seguramente no hubo nada místico en que decidieran prescindir de mis servicios. Ocurrió, y punto. “…lamentablemente, nos hemos visto obligados a tomar la decisión de no renovar su contrato con nuestra compañía”, me dijeron, lo que hizo que yo me viera obligado a tomar la decisión de mandarlos a tomar por el culo.

  Mi abuelo decía que la vida es tomar decisiones. “Un día estás aquí, el siguiente allí, y el otro… de ti depende”. Semejante afirmación, que puede parecer una simpleza, es pura sabiduría. Poco a poco me he ido dando cuenta de que son las cosas simples las que encierran el secreto de la felicidad. Quizás no soy la persona más indicada para impartir lecciones acerca de la felicidad, como suele recordarme mi padre. Pero, ¡eh!, el hecho de que tenga la llave, no implica que sepa usarla.

  La verdad es que la teoría está muy bien, pero en la práctica, me complico la vida a la mínima ocasión, como todo el mundo. 

Entonces no eres feliz… 

… me dice, y se queda tan ancho. Me remuevo en el diván. Nunca me ha gustado demasiado. Es de un verde indefinido y huele un poco a… otra gente, a otras historias; no me hace sentir muy especial. Giro la cabeza para ver si esta vez le cambia en algo la cara. 

Javier, ¿para eso has estudiado una licenciatura? ¿Para llegar a la conclusión de que alguien que llevas tratando durante meses, no es feliz? 

Mi psicólogo me mira sin el más mínimo atisbo de humanidad en su expresión. Baja la cabeza y se vuelve a colocar las gafas con un leve toque con el índice de su mano derecha. Siempre lo hace cuando va a escribir en su cuaderno. Somos animales de costumbres.

Silencio. Garabateo nervioso. Silencio… 

Pero entonces, ¿eres como los demás, o eres distinto insiste él.

Pues…

Antes de que continúe la frase ya está soltando pequeños ‘m-hú’ nasales, como afirmando. Me revienta que haga eso. 

…no sé, supongo que para algunas cosas soy distinto, y para otras, por mucho que me joda, soy como todos. Es que las cosas no son negras o blancas, ¿no? Son grises. Gri-ses. Y no me vengas ahora con que veo las cosas grises porque estoy deprimido. Diría de muchos colores, pero lo que tienes mezclando el negro y el blanco es gris, aquí y en la china. 

Mario, estoy aquí para ayudarte, no para juzgarte. 

Si no fuera porque lo dice sin sentimiento alguno, quizás le creería. Miro al techo. Me muerdo el labio hasta casi sangrar, mientras intento olvidar las ganas que tengo de fumarme un cigarrillo. Empieza el juego.

Ayer volví a pensarlo; estuve un buen rato apoyado en la ventana, mientras fumaba, y no pude evitarlo. Tiene que ser liberador. Un solo momento de valentía… o de cobardía… me da igual, y todo dejaría de importar. Dicen que casi no sientes nada, porque te quedas inconsciente mientras caes.

M-hú… 

Alguna otra vez he pensado... he pensado... en coger la escopeta de mi padre... como si mi padre tuviera escopeta.Ir por la calle… ¡BUM! ¡BUM! ¡Sería increíble! Vi en un programa de una cadena americana que un tío llegó a cargarse a veintitrés personas antes de que lo abatiera la policía.

M-hú… 

La madre que lo parió…este es un ciborg, ¡fijo! Realmente no sé qué sacará en claro de nuestras sesiones. Es obvio; sabe que no lo digo en serio. Pero yo juraría que los psicólogos tenían que ser personas con una empatía especial. Hace tiempo que habría dejado de venir a las sesiones si no fuera porque me he propuesto como reto personal sacarle de sus casillas. Ah, sí, y por mi madre. Está convencida de que tengo solución; piensa que, si alguien puede ayudarme a superar esta racha, como ella le llama, es el doctor Maldonado. Si mamá… con ese apellido… como no me diagnostique chubascos moderados en áreas del estrecho….


  Mi abuelo solía decirme que el nombre de una persona le marca para toda la vida. Parecerá otra simpleza, pero cuando uno lo piensa detenidamente, muy pocos políticos, magnates de los negocios, científicos renombrados o eminencias de la medicina, llevan nombres como Edelmiro, Filadelfo, Mamerto, Juvencio o Gorgonio. Mi abuelo siempre tenía anécdotas y cosas interesantes que contar…hasta que dejó de recordarlas.


Dios... necesito un Cigarro.

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