lunes, 16 de junio de 2014

4. Maldito Murphy


—Hola mamá —respondo sin siquiera mirar la pantalla.

—Mario, ¿qué hacías que no contestabas?   

No hay frase más 'de madre' que esa. ¿Será una pregunta con trampa? ¿Importa realmente lo que estábamos haciendo en el momento de la llamada? ¿Investigan nuestras madres la posibilidad de que estén perdiendo puestos en nuestra lista de prioridades? Sea como sea, y como a mí me gusta equilibrar, al tópico con otro tópico.

—Nada mamá, es que tenía el móvil en el fondo de la mochila, y no lo encontraba. ¿Qué tal?

—Bien, guapo. ¿Cómo ha ido hoy la sesión?

Ahí, al meollo; sin estiramiento previo. A lo mejor soy un poco tiquismiquis, pero, contarle a mi madre por teléfono como ha ido mi sesión con el psicólogo, mientras voy en un autobús lleno de gente...no es una idea que me apasione. 

—Como siempre; sin mucha novedad. ¿Cómo está papá?

—Tu padre está en la cocina, intentando arreglar el fregadero. Pero...que quería yo saber... ¿te ha dicho el psicólogo si sabe por qué no estás durmiendo bien ultimamente?

¿Últimamente? Continuamos el peloteo:

—Pues... si lo sabe, no me lo ha dicho. La enana... ¿qué tal está?

—En el jardín. Vaya nochecita nos ha dado. ¡No ha parado de ladrar! Yo creo que te echa mucho de menos —Buena volea. 30 a 15; sirve mi madre—. Mario, ¿habéis hablado de tu hermana? 

¡Saque directo! 40 a 15; 'Match ball'. 

—Hoy no me apetecía demasiado, mamá. Bueno... oye... no te oigo muy bien. Voy en el autobús, y nos hemos metido en... el intercambiador; creo que se va a ir la cobertura.

—Por cierto; el sábado viene a comer. Sabes que es su cumpleaños, ¿no?

¡Juego set y partido! Cuelgo. Yo creo que mi madre es fiel partidaria de la terapia de choque. Entre su multitud de virtudes, definitivamente, no se encuentra la sutileza. Mi corazón ha empezado una fiesta de música tecno a la que no me apetece una mierda asistir. Pero es como el típico vecino, al que le pides, por favor, que baje el volumen de la televisión, y te responde subiéndolo al máximo. ¡Necesito salir de aquí... ahora mismo! Pulso el botón de parada. Juraría que me está mirando todo el autobús. Empieza a costarme respirar. ¿Alguna vez habéis respirado por una pajita? Muy divertido, ¿verdad? Pues imaginaos una hora entera así.

  Me bajo del bus sin saber ni donde estoy. Entro en la primera cafetería que veo. Pido una tila doble y voy al baño. Un tal Edward A. Murphy Jr. enunció una curiosa ley; "las posibilidades de que un asunto salga mal, son directamente proporcionales a la importancia de dicho asunto.” Busco y rebusco por mis bolsillos. ¡Dónde coño he puesto el lorazepam! No me puedo creer que precisamente hoy no lo traiga. La has cagado… la has cagado… la has cagado, pero bien. Me voy hacia la barra y le doy un buen trago a la tila. Me abraso los labios, la lengua y la garganta, en ese orden; pero estoy demasiado ocupado intentando respirar como para quejarme. Cierro los ojos; entro en mi ‘habitación positiva’ y busco alguna postal que me tranquilice. Montañas nevadas cuajadas de abetos… un lago en un claro de bosque… una playa tropical con palmeras… las partidas de ajedrez con el abuelo… Alba… Alba… Al… 

¡¡¡CRASH!!! 

Algo rompiéndose me devuelve a la cafetería 

¡Huy! ¡Uno menos que fregar! —dice una voz con acento caribeño.

Levanto la mirada. A través de la nube que se me ha formado ante los ojos, apenas distingo el rostro de la camarera. Una mujer mulata me mira, sonriente, con una taza en la mano.

Cuando a mí me viene la ansiedad, lo primero que hago es romper algo. ¿Quieres probar? 

¿Y esta quién es, la prima dominicana de Sherlock Holmes? 

¡Fuffff!… ¿domper? Do se preogupe, gue yo…

Creo que me he calcinado el aparato fonador al completo. Desisto de hablar y perpetro una sonrisa que sospecho que se habrá parecido más a una mueca de estreñimiento que a otra cosa. 

¡Jajajaja! ¡Te quemaste bien, mi hijo! —rie ella. 

La nube se empieza a disipar y me permite ver con más claridad. La camarera me mira con los ojos brillantes y una gran sonrisa. Su piel está curtida por años de trabajo y por algún tipo de enfermedad cutánea, pero su mirada parece la de una adolescente. La mujer echa un vistazo rápido por la sala y, tras un instante de duda, me da la taza. 

¡Corre! ahora que no está mi jefe; prueba. 

Me quedo aturdido, con la taza en la mano, sin saber qué hacer con ella.

—¡Vamos! ¡Tírala! —me apremia.

Automáticamente la lanzo al suelo con fuerza. La taza rebota, sale disparada hacia mi derecha, realiza dos cabriolas, vuelve a rebotar y se introduce, intacta, en el paragüero que hay junto a los pies de un hombre que contemplaba la escena desde la puerta de entrada. ¡Joder, de que hacen las tazas aquí... de titánio? Las risas retumban en mi cabeza, solo que esta vez, otra risa, bastante más real, se une a ellas.

¡Jajajaja! ¡Ay chico! Hoy no es tu día, ¿verdad?

Miro a la mujer; miro al hombre; el hombre me mira con los ojos muy abiertos y, después de un momento de incertidumbre, sale por donde acababa de entrar. La camarera se agarra la tripa y se dobla contra la barra, llorando literalmente de la risa. Poco a poco, recupera la compostura. Mientras se seca las lágrimas con una servilleta, va intercalando algún que otro “ay” y varios “jeje”. Finalmente, me mira sonriendo.

La vida, sin la risa… no merecería la pena vivirla.

No puede ser casualidad que haya usado una de las frases favoritas de mi abuelo. Me doy cuenta de que ya no me cuesta respirar, y que, por primera vez en mucho tiempo, estoy sonriendo. 

Fi… no dendrá usdé un hielo bor ahí, ¿verdad?

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