jueves, 17 de julio de 2014

8. Viajeros del destino




Hace un día especialmente caluroso para las fechas en las que estamos. A pesar de vivir bastante retirado del centro, decido no coger el autobús. Andar no me va a hacer daño, ¿no? Bueno, mientras no me caiga una maceta encima, claro. Miro con desconfianza las terrazas aledañas. Perfecto, una paranoia más. Anudo la chaqueta a mi cintura y selecciono un recopilatorio de pop de los noventa en el Mp3. Como lo tengo bastante trillado, lo pongo en modo aleatorio. Emprendo la marcha bajo los acordes de Torn, de Natalie Imbruglia. Ni aposta. Es la clásica canción de inicio de algo.

  No sé si lo había comentado; entre mi multitud de manías destaca la de ponerle música a todas las cosas importantes que me pasan. Así, cuando recuerdo ciertos momentos de mi vida, las imágenes vienen con su banda sonora. En mi primer beso, el que le di a Susana Ballesta en la fiesta de final de curso de 1º de Bachillerato, sonaban las notas de Memorias de África de fondo; el día que aprendí a montar en bicicleta se oía, como no, el Carros de fuego; el cumpleaños de Aroa del año pasado, siempre lo recordaré con el Requiem por un sueño… aunque la verdad es que preferiría no recordarlo en absoluto.

  Me gusta observar a la gente cuando voy por la calle. Cada uno con un mundo interior más o menos evidente. Siempre he pensado que los ojos de las personas son ventanas a ese mundo. Por eso presto mucha atención a la mirada de la gente que me rodea. El ser humano puede mentir, pero sus ojos no. Yo, por mi parte, soy bastante celoso de mi intimidad, así que cuando alguien me mira, me cuesta bastante mantenerle la mirada, no sea que empiecen a ver la mugre que tengo en casa. 

  Me detengo en un semáforo junto al parque del retiro. Tengo la sensación de llevar andando tres días seguidos. Recorro la acera con la vista y veo, al menos, cuatro cafeterías desde donde estoy. Miro mi carpeta de currículos; miro las cafeterías; miro el semáforo… y finalmente cruzo en dirección al parque. Seguramente tendría bastantes más posibilidades de que me llamaran para un trabajo si dejara mi currículo en algún sitio. Nunca lo hago. Hace tiempo que me he dado cuenta de que los currículos no son más que una excusa para salir de casa. Quizás porque, a pesar de todo, en el fondo sigo creyendo que la vida tiene algo bueno reservado para mí; y que tengo que estar en el andén preparado para coger ese tren que, según dicen, sólo pasa una vez. Este pensamiento que puede parecer muy romántico y optimista es en realidad una fuente inagotable de estrés. Joder, ¿el tren sólo pasa una vez? Qué pasa, ¿hay huelga de transportes?

  Uno llega a plantearse si su vida podría haber cambiado de haber elegido una calle distinta a la habitual por la que ir al trabajo un día determinado, o si la forma en la que vayamos vestidos otro día influiría en un hipotético cruce de caminos con otro viajero del destino. Sé que Einstein se retorcería en su tumba, pero… ¿Y si Dios sí que juega a los dados? De repente me acuerdo de las cafeterías. Me detengo en seco y miro mis currículos. Dudo un instante, y me giro bruscamente. Me doy de bruces con alguien que venía algo despistado detrás de mí. Nuestras caras se quedan casi pegadas durante medio segundo más de lo que cabría esperar en semejante encuentro ¿Qué es ese olor? 

¡Lo siento! ¡Perdón, perdón! exclama una voz femenina. Mientras, mis currículos se esparcen por el suelo en una danza impredecible. Tras una capa de rubor y varios mechones castaños distingo una cara que me resulta muy familiar. 

—¡Alba! Espera, ¿eso lo he pensado o lo acabo de decir? 

¿Quién? Unos grandes ojos verdes me miran con una mezcla de curiosidad y extrañeza. La presunta Alba decide agacharse a recoger los currículos un instante antes de que yo tenga la misma brillante idea. Mi movimiento resulta demasiado torpe y brusco. Como resultado le doy un cabezazo en la frente a la pobre chica, que, de propina, aterriza con su trasero sobre algunos de mis folios. Inmediatamente se me ocurren varios juegos de palabras sobre posaderas, currículos y mi futuro laboral, pero la situación es lo bastante patética de por sí como para recargarla con mi ingenio. Además, la clá ya se ha arrancado a reir en mi cabeza. ¡qué público más agradecido! 

¡Au! exclama la chica, con un ojo entrecerrado en una mueca de dolor y sorpresa. Me quedo mirándola sin saber que decir. No sé qué cara se me habrá quedado a mí, pero a tenor de la vergüenza que me invade y la incapacidad para articular palabra coherente alguna, juraría que debo parecer el salmonete que ha saltado del mar a la barca y se queda boqueando con los ojos desorbitados. ¿Esto está ocurriendo de verdad? Tengo la horrible sensación de que lo que diga en este momento marcará un antes y un después en mi vida. Más me vale elegir bien las palabras ¿Por qué huele tan condenadamente bien? Finalmente me arranco a hablar.

¡Lo siento… yo… pe…perdona! Es que… joder, yo no sa…sabía que tu… y claro yo también… que ya… ya es casualidad, si yo ni iba a entrar con los… bu…bueno…entrar a la cafetería y al final me he metido aquí… con los cutícul.. curruc… los… la chica me mira ahora con las cejas arqueadas. Yo continúo cubriéndome de gloria. Los escaburcios ferfellos sus forne que grina falas delento… esosfolos aprietas… y se sale la mantequilla por los lados. ¡No hija, no!

Reflexiono un segundo. No; la imitación de Antonio Ozores no la he pensado solamente. La acabo de soltar a los siete vientos. Genial. 

¿Queeeee? pregunta teatralmente, mientras se incorpora. Me mira con una incómoda sonrisa, mezcla, creo, de incomprensión y condescendencia. Oye, ¿te encuentras bien? 

No sé qué tiene esta mujer que hace que se me suelte la lengua como si padeciera un caso extremo de ‘tourette’. Creo que es su olor. Huele como deben oler los ángeles. Una mezcla entre magdalenas recién horneadas y ropa limpia. A duras penas consigo guardarme mi pensamiento para mí. No, no me encuentro nada bien. Estoy haciendo el ridículo más espantoso de mi vida ante la última persona que quiero que lo presencie. Intento encontrar algunas palabras que no me hagan parecer un psicópata. 


Es… el golpe  consigo decir. Estoy un poco aturdido.

Tras un momento de duda, se acerca a mí y me mira la frente con un gesto de sobreactuada preocupación.

Te está saliendo un chichón anuncia, mientras me da algunos currículos que tenía en la mano. El último de ellos lo ojea brevemente, lo dobla y se lo guarda en el bolsillo de su chaqueta. Este me lo quedo, por si alguna vez necesito un cerrajero de emergencia; o un ariete de asedio. Nunca se sabe. 

Guapa, ingeniosa y de olor celestial. ¡uffff! Acabas de caer con todo el equipo, Mario. La chica continúa su camino. Yo la sigo con la mirada. Creo que ya la estoy echando de menos… ¡Jo-der! ¡Qué pedazo de… 

Por cierto, no es Alba. dice mientras se gira unos metros más adelante. 

¿Qué?  Levanto  rápidamente la mirada.

Mi nombre; no es Alba. Me llamo Laura.
  
La chica sonríe y reanuda su marcha. Perfecto. Ahora sé que es Laura, y no Alba, la que me acaba de pillar mirándole el culo. 

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