martes, 30 de septiembre de 2014

9. Mensajes magnéticos


  

  Los sonidos distantes de los grillos me relajan. Me remuevo en la cama intentando encontrar una postura que no me castigue en exceso la espalda. “cri cri cri cri”… la canción que entra por la ventana es monótona, plana; como una vibración constante que me acuna. Siempre me ha gustado ese sonido. Hasta hace unos años lo oía todas las noches, porque la casa de mis padres tiene una población considerable de grillos en el jardín trasero. Una pena que mi casa actual esté lejos de cualquier parque que pudiera tener estos bichos cantarines… Un momento ¿Dónde estoy entonces? 

  Me levanto de la cama y me doy cuenta de que veo perfectamente aunque estoy a oscuras. Es curioso cuando uno toma conciencia de que está soñando. Tengo entendido que a la gente no le pasa muy a menudo. En mi caso, últimamente, es muy frecuente. Cuando sabes que estás soñando tienes varias opciones: puedes terminar el sueño y despertarte; transformarlo en algo agradable, si es que era una pesadilla… o dejar que fluya normalmente, a ver qué pasa. Yo debo ser masoquista, porque pudiendo transformar mis pesadillas, parece que prefiero vivirlas tal y como vienen. No sé, quizás sea que me hacen sentir vivo, y eso, en mi situación, es un regalo.

  La canción de los grillos apenas deja oír una sirena lejana. Avanzo hacia la puerta y la atravieso sin abrirla. Como molaría poder hacer esto en la vida real. Noto un olor muy característico a tabaco de pipa, que me confirma que estoy en casa de mi abuelo. Floto por el pasillo y cruzo la puerta de la cocina. La nevera tiene una multitud de pequeños imanes a modo de letras, con los que mi abuelo solía dejarme mensajes cuando era pequeño; pistas para encontrar pequeños tesoros que escondía por la casa, o citas de algún personaje histórico. Ahora hay un mar de letras en la puerta grande de la nevera y en el centro, a modo de isla, las letras A SI NO.

  El olor a tabaco de pipa aumenta de intensidad. Pero es distinto a como lo recuerdo, como si llevara un añadido que no consigo identificar. Salgo de la cocina por la pared del fondo y vuelvo al pasillo, junto a una puerta de madera tallada con multitud de escudos. La puerta, que está abierta, conduce a la habitación en la que mi abuelo guardaba el tabaco, su colección de pipas y un gran bodeguero con relucientes botellas de vino. Algunas de ellas tenían más de cincuenta años, pero mi abuelo les quitaba el polvo a diario, con lo que parecían recién compradas. “Chico; que algo envejezca no significa que tenga que descuidarse”, solía decirme. Supongo que por eso mi abuelo siempre tenía un aspecto inmaculado; ropa lavada y planchada todos los días, el escaso pelo que conservaba bien peinado, la barba perfectamente recortada y la sonrisa de adolescente que le acompañaba allá donde fuera. ¿Por qué no podremos quitar el polvo a nuestro cerebro cuando nos hace falta? 

  Paseo la mirada por la estancia. Me trae muchos recuerdos. Solía esconderme a jugar en esta habitación. ‘La cueva’, la llamaba mi madre. Pero no es la imagen que yo tengo de una cueva, porque, como el resto de la casa, estaba impoluta y no tenía nada de humedad. En la pared, junto al bodeguero, hay un mueble muy antiguo tallado con motivos heráldicos, muy parecidos a los que había en la puerta de la habitación. Dispuestas sobre el mueble, tras una vitrina, hay varias pipas de diversa factura y talla. Especial atención me requiere la pieza central. Una pipa de madera clara de brezo, con una grieta que cruza desde la cazoleta hasta la boquilla. No era la más cara, ni la más bonita siquiera. Pero era la que mi abuelo más apreciaba. Fue un regalo del artesano Joan Bonet. Hace más de cincuenta años, este artesano tuvo un corte de digestión en una playa de Mallorca, e iba a morir ahogado, pero ni la providencia ni mi abuelo, que allí se encontraba en un simposio médico, lo quisieron así. Aquel mismo día Joan le regaló a mi abuelo una de las primeras pipas que elaboró.

  Recuerdo que cierto día estaba escondido jugando a Sherlock Holmes y cogí aquella pipa. En un rifirrafe con Moriarti, el gato de mi abuelo, la pipa cayó al suelo y se partió en dos. Cuando mi abuelo se enteró, no se enfadó. Pero fue la única vez que le vi triste. Mi padre me dijo que sólo lo había visto una vez peor; cuando murió mi abuela. Yo no había nacido, así que para mí fue totalmente nuevo e inesperado. Mi abuelo pegó el trozo de cazoleta que se había desprendido y me enseñó la pipa. “¿ves esta grieta? Es como la cicatriz que queda de una herida. Las heridas sanan, pero las cicatrices perduran, a veces, para recordarnos el dolor y evitar situaciones que nos lleven a sentirlo otra vez”. No hizo falta nada más. Aquel día aprendí lo que muchos niños no consiguen aprender con años de gritos y castigos. Salgo de la habitación y continúo por el pasillo. 

  El sonido de la sirena que entraba por la ventana se percibe mucho más claramente ahora. Llego a la altura del dormitorio de mi abuelo. Junto a la puerta hay una mesita sobre la que reposa un jarrón de porcelana con caracteres japoneses pintados por su superficie. Tengo cierta sensación de haber vivido este momento con anterioridad. Intento atravesar la puerta pero me es imposible. Agarro el pomo; está ardiendo. Retiro la mano en un reflejo y golpeo el jarrón, que cae al suelo haciéndose  añicos. Paso la vista de los restos del jarrón a la rendija de la puerta. Una humareda oscura empieza a asomar por ella. Un fuerte olor a tabaco de pipa mezclado con algo que pudiera parecer una barbacoa de carne de caza inunda mis pulmones. Miro a mi alrededor. El pasillo entero está ahora en llamas. En el extremo opuesto del mismo arde la puerta del dormitorio en el que yo solía dormir. 

Mario. ¿Qué está pasando? 

Un familiar pellizco de dolor se instala en mi pecho. Me vuelvo hacia la voz de mi hermana. Allí está, en la puerta contigua a la habitación de mi abuelo, medio desnuda y envuelta en llamas. No hace gestos de dolor, a pesar de que el fuego está levantándole ampollas en la cara. 

Mario. ¿Dónde está el abuelo? su voz se me clava en el alma
como un punzón. ¡Otra vez no, por favor! La sensación de impotencia me invade una vez más. Retrocedo y atravieso la pared hacia la cocina. Las llamas comienzan a devorar el techo y las alacenas. Miro a la nevera. El mar de letras que cubría la puerta empieza a agitarse. Una S y una E se deslizan hacia la isleta central, donde se podía leer A SI NO. La nueva palabra formada me martillea la cabeza. Levanto la mano para borrarla. Hay un cigarrillo entre mis dedos. ¿Estaba todo el rato ahí? Salgo corriendo hacia mi habitación.

  Un dulzón y penetrante olor a carne quemada me provoca una arcada. Trato de despertarme, pero no encuentro la salida que normalmente aparece cuando sé que estoy soñando. Entro en la habitación en la que empezó el sueño y me veo, a mí mismo, dormido en la cama. Mi brazo cuelga sobre la alfombra, y un cigarrillo parece a punto de desprenderse de entre mis dedos. Asesino… asesino. ¡¡Asesino!!

  Me incorporo súbitamente en mi cama. Estoy envuelto en sudor y con un ataque de ansiedad incipiente. Cojo un cigarrillo de la mesita de noche y me lo llevo a la boca. Es curioso que el culpable de mi ansiedad sea lo único capaz de tranquilizarme en el momento. Enciendo mi paradoja y aspiro profundamente. Todavía tembloroso me dirijo a la ventana del salón. Madrid amanece entre grises y anaranjados. Me recreo en la altura y me pregunto por qué me resulta tan difícil poner fin a mi sufrimiento. Me falta valor hasta para ser cobarde. Supongo que, al fin y al cabo, estoy acostumbrado a vivir.

5 comentarios:

  1. Me encanta como el escribes! Flipante! Me encanta el relato.

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  2. Jajaja. Muchas gracias prima!!! Pero... te habías leido ya los capítulos anteriores?? Majjjjj que nada porque se siguen...

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  3. Creo que no soy la única que te lee a trompicones...

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  4. ALUCNANTE, mi más sincera enhorabuena Ger

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