miércoles, 31 de julio de 2019

14. Andando en zapatos ajenos I




  La canción "Try walking in my shoes" empieza a sonar en mi coche cuando me incorporo a la autopista. “Intentad andar con mis zapatos” o, figuradamente, “poneos en mi lugar”, sería la traducción del título. Es una de mis favoritas, de cuando Depeche Mode hacía buena música. Sé que puedo sonar como un carcamal, pero reconozco que la música que se hacía décadas atrás me atrae bastante más que la que se produce hoy en día. No entraré a valorar el Reguetón, ni todo ese tipo de música de ritmos y letras fáciles que uno, sencillamente, no puede evitar cuando sale un fin de semana. No lo haré porque estoy lejos de ser un experto musical. Aunque tampoco hay que serlo para saber que no se lo curran. Y, sobre todo, para saber que lo que dicen esas letras no mola en absoluto. Quizás no sea yo el hombre más feminista del mundo, pero, en serio, ¿os habéis detenido a escuchar lo que dicen?; perlas como “apaga la luz y quítate la ropa, es que en verdad no quisiera verte en pelotas, estás medio gordita, pero chupas chévere”, o “ella es mi gata y yo su gato, quiere que le aplique el maltrato”. ¡Chúpate esa, Sabina!

  Después de la experiencia de esta mañana, tengo la sensación de que quizás no sea del todo buena idea ir a comer con mis padres. Pero no puedo evitar pensar que llevo casi dos meses sin hacerles una visita, y mi madre tampoco lo está pasando del todo bien. El tema de mi padre es distinto. Poneos en su situación: su padre murió en un incendio provocado por su hijo; un incendio en el cual casi perece su hija también. Y aún así, en ningún momento me culpó. Vale, quizás no fue un incendio premeditado, pero si una imprudencia imperdonable, creo yo. Estando en el hospital, me abrazó y me besó, y si no fuera porque creo que es físicamente imposible, juraría que un par de lágrimas asomaron en sus ojos. ¡Ja! Mi padre, la persona más fuerte que he conocido... ¿llorando?

  Por otra parte, no dejo de darle vueltas a toda la historia que me ha pasado en el Zara. Creo que empiezo a tener alucinaciones; y esto es nuevo. A menudo me preguntaba cómo se debían sentir los locos. "Nadie puede saberlo a ciencia cierta", me había respondido una vez mi abuelo. "Para empezar no existen límites claros a la hora de definir la locura; esta definición depende de épocas, regiones o la propia circunstancia social de un individuo. Ya sabes, los ricos no están locos; son extravagantes. Si nos ceñimos a su significado etimológico, delirar viene del latín, de una expresión que literalmente significa 'desviarse del surco recto'. Entonces, todo lo que se desvíe de lo socialmente establecido como normal, entraría dentro de la locura. Pero según esto, muchos de los grandes pensadores, artistas y transgresores en general, pioneros del avance de la humanidad, estarían locos. Chico, para evolucionar, hay que salirse de la norma. ¡Bendita locura!"

  Sí, todo eso está muy bien, pero creo que mi tipo de locura se acercaría bastante más a la definición que hoy día encuentra uno en Internet, mucho menos romántica, y más de camisa de fuerza.

  Pongo el intermitente y me dispongo a abandonar la M-40 por la salida de Monteprincipe. Cuando uno accede a esta urbanización, al oeste de la ciudad, tiene la sensación de estar entrando en una película americana, de las de fraternidades elitistas, con absurdos nombres plagados de letras griegas; un entramado de casas y mansiones rodeadas de vegetación y esnobismo. Podríais pensar que no soy el más indicado para tirar piedras a este mar de superficialidad, desde mi BMW 320, pero es precisamente desde su conocimiento profundo, que llegué a detestarlo. ¿Sabéis... esas películas en las que pintan al típico niño pijo como un cretino sin pizca de humanidad?; y soléis pensar que es un personaje demasiado exagerado para ser creíble, ¿verdad? Amigos, se quedan cortos.

  Detengo el coche junto a una mansión digna de una estrella del rock. Me apoyo en el capó, y me enciendo un cigarro. Inspiro profundamente. Un agradable olor a hierba recién cortada me envuelve. Tras una cancela negra, flanqueada por dos muros cuajados de hiedras, se extiende la finca “L’auspicata”. Propiedad de la familia Sorrentino, es una de las viviendas más exclusivas de la urbanización. ¿Os acordáis del matón del que os hablé, el que me curtía el lomo en el colegio? Bienvenidos a Villa Bullying. Iván Sorrentino fue mi compañero de colegio e instituto durante siete eternos años. Bueno, compañero... digamos que íbamos a la misma clase. Su círculo cercano le llamaba ‘Ivanhoe’; para los que lo sufríamos, era el ‘mafias’, el ‘famiglia’ o ‘puto macarroni’. De pequeños teníamos nuestros más y nuestros menos; una sutil forma de decir que me crujía vivo cuando le venía en gana. Según le contó el psicólogo del colegio a mi madre, Iván sufría de un estrés emocional tremendo, causado por la separación de sus padres; que realmente necesitaba un amigo con quien compartir su desdicha. Y que en el fondo era un niño lleno de ternura, un ángel cuyo comportamiento, a veces rudo, era su peculiar forma de intentar socializar. Así que, con la constancia de un amante adolescente, el mafias repartía bofetones de cariño, cual sicario del amor. Y luego os preguntaréis que por qué le tengo manía a los psicólogos.

  Conforme fui ganando en corpulencia y valentía, Iván empezó a focalizar su ‘afecto’ en presas más asequibles. Hasta que un día se metió con el pardillo equivocado. Nuestro Félix estaba en la cafetería del instituto, hablando con una chica bastante mona que, casualmente, había dado calabazas a Iván días atrás. Yo estaba por allí, desayunando en una de las mesas, y vi como Iván se lanzó hacia Félix; lo enganchó de la chaqueta al grito de “¡tú, puto pirado!” y lo estampó contra la pared. Lo siguiente ocurrió muy rápido: me levanté como un resorte para acudir en su ayuda, pero no me dio tiempo. Salva, en su silla, pasó junto a mi, a toda velocidad, en dirección al altercado y, literalmente, atropelló a Iván. La respuesta inmediata del mafias fue patear la silla de Salva. Me cuesta describir la sensación que produce ver a tu amigo paralítico en el suelo, con la mirada encendida, arrastrándose hacia el que está intentando hacer daño a su hermano. La cafetería se quedó helada. Me encaminé hacia Iván blandiendo la bandeja de mi desayuno. “Eh, morros ¿donde vas? ¿Te opero la boca de una hostia?”, me espetó. Fue su última línea en el guion en la escena que estábamos montando. Porque entonces me arrolló lo que parecía un tren de mercancías. Cayendo de bruces en el regazo de Susana Ballesta, alcancé a ver como Tocho le soltaba un directo de derecha a Iván, que se fue a dormir sin despedirse ni nada. A ver, no le llamábamos Tocho por gusto; entre su tamaño y sus gestas, tenía su alias bien merecido. Tras ayudar a Salva a subirse a su silla, se inclinó sobre Iván, que apenas empezaba a abrir los ojos, y le soltó el, hasta la fecha, mayor eructo que jamás he escuchado. Después se encaminó hacia mí, que, no me preguntéis por qué, seguía apoyado en el regazo de la pobre Susana, y me dijo “Eh, pringao, ¿te pillo comiendo?” y me tendió la mano. Yo miré a Susana, que apartó la cara, roja como un tomate, y me levanté. Tocho no solía meterse en este tipo de problemas, principalmente porque nadie estaba lo suficientemente chalado como para buscarle las cosquillas, pero además porque en el fondo siempre fue muy pacífico. Ya tenía mi amistad, pero aquel día se ganó mi admiración, además de, como no, una expulsión por una semana entera.

  En cuanto al mafias, desde aquel día mantuvo un perfil bastante más bajo del habitual, y poco volvimos a saber de él. Alguna vez se jactó de haber dado una paliza a algún vagabundo, pero en general, la gente empezó a hacerle bastante el vacío. Y es que, levantarle la mano a Salva era levantárnosla a todos. Este tipo de personas suele acabar en trabajos que impliquen intimidación y poca empatía; es decir, que cualquier otro habría sido carne del ejército o la legión. Pero el caso de Iván Sorrentino, hijo de una familia poderosa, con contactos en todo el mundo, era muy distinto. Hoy día es el CEO de una de las empresas de su padre, y, según tengo entendido, factura más de diez millones de euros al año. Todo un triunfador. Porca miseria. Le dedico una doble peseta a L’auspicata y me vuelvo a meter en el coche.

  Mientras acaricio el volante, pienso en que, siendo coherente con mi forma de pensar, no debí aceptar el regalo que me hizo mi padre por mi treinta cumpleaños. Pero, hey, ‘try walking in my shoes.’ ¿Habríais dicho vosotros que no? Arranco mi deshonra y su motor ruge para mi deleite. Si me lo propongo puedo ser tan básico…

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