viernes, 19 de julio de 2019

13. La cara y la cruz




  Hoy hace bastante más frío que ayer. Sentado junto a un escaparate, mantengo la vista fija en la puerta del centro comercial que hay frente a mi, en la otra acera de la calle. Los martes y los jueves, al salir de terapia, suelo sentarme aquí; me fumo unos ‘pitis’ y observo, como si de un acosador se tratara, a la gente que entra y sale del Zara de Gran Vía. Hoy es viernes, pero... a veces improviso; llamadme loco. 

  Algunos días tengo suerte y llego a ver a Aroa, cruzando la tienda con ropa para ordenar, o hablando con clientes, o haciendo lo que sea que hagan los dependientes de una tienda. Pero eso sí, con su toque personal. Porque, no sé si os lo había comentado, pero mi hermana es la mejor del mundo haciendo cualquier cosa; lo que sea. Ha trabajado como camarera, cuidadora, teleoperadora, enfermera, comercial, dependienta... y siempre ha conseguido enamorar tanto a clientes como a jefes. Está feo que yo lo diga, pero es absolutamente adorable. Además, es superdotada, o eso han dicho siempre mis padres, y por mucho que pueda diferir con ellos, he de decir que en esto, estoy totalmente de acuerdo. Estudió dos carreras a la vez, y, como le debía sobrar tiempo, escribió tres libros en los años que estuvo estudiando. ¿Quién hace eso sin ser escritor? Yo creo que en ese tiempo ni me he leído tres libros. Si, efectivamente; no me he leído ninguno de los suyos. Lo sé, soy lo peor.

  "No os debe importar lo que la gente piense acerca de que os hayan puesto las cosas mucho más fáciles que a los demás; os debe importar a vosotros. Podéis seguir el camino que se os presupone, o escribir vuestra propia historia. En cualquier caso, vivid; disfrutad, sufrid, llorad y reíd, pero siempre vivid; os equivocaréis una y otra vez; también acertaréis; y no os durmáis tras una batalla ganada, porque la guerra siempre será larga. Aunque si os dormís, si volvéis a fracasar, tampoco importa demasiado, porque al fin y al cabo, el triunfo no es tanto la consecución, como el camino que lleva al mismo." 

  Este discurso, que perfectamente os podéis imaginar con la voz de Morgan Freeman, fue el regalo que nos hizo mi abuelo a Aroa y a mí el día de nuestra graduación. Ambos teníamos clarísimo que éramos mucho más afortunados que la mayoría de la humanidad, pero no por una cuestión de dinero, recursos o contactos; habíamos crecido junto al mejor maestro, amigo y abuelo que puede existir. Sus mensajes fueron calando en nuestro inconsciente desde pequeños, y contribuyeron, en gran medida, a que nos hiciéramos las personas que somos hoy día. Y en eso hemos andado, en vivir mucho, en acertar y en equivocarnos; mi hermana en acertar, y yo en equivocarme.

 ¡Clink...clink...clink!

  El sonido de una moneda cayendo junto a mis pies me saca de mis pensamientos. Levanto la mirada instintivamente y, allí está la señora, otra vez; una mujer regordeta, de mediana edad, con un vestido que parece sacado de una película de los años setenta. Junto a ella corretean dos pequeños chihuahuas. Además de la moneda, me obsequia una sonrisa apretada, mientras continúa su paseo, escoltada por las dos fieras. No sé cuantas veces he vivido ya esta escena. Hago el ademán de levantarme para devolverle la moneda, pero caigo en que quizás ella prefiera pensar que me está ayudando. Día tras día me suelta una moneda de cinco pesetas de las antiguas, con águila y efigie de dictador incluídos. Una frase bordea la moneda. "Francisco Franco caudillo de España por la g. de Dios". Claro, por la g. de dios; supongo que la sublevación y el golpe de estado poco tuvieron que ver en el tema del caudillaje.

  Acomodo la moneda entre mi pulgar y mi dedo índice en posición de lanzado. Cruz: me voy a casa; cara: voy al Corte Inglés a dejar curriculums; canto: entro a darle un abrazo a mi hermana y a decirle que la quiero muchísimo; que no hay un día que pase sin que lamente lo que ocurrió, y que gustosamente daría mi vida porque el abuelo no hubiera muerto aquel día, y porque ella no hubiera quedado desfigurada; todo por mi puta culpa. Lanzo la moneda y... no cae. Miro hacia arriba, miro hacia todos lados. Pero que coj... Me incorporo de un salto con la sensación de estar siendo víctima de una cámara oculta. De pie, en jarras intento asimilar lo que acaba de ocurrir, y en ese momento lo veo; sobresaliendo entre el mar de cabezas que fluye por la acera, emerge la cara de Tocho. ¿En serio? ‘Amos no jodas’, ¡Madrid es un pañuelo! Sopeso la posibilidad de hacer mutis, porque no tengo lo que se dice "un buen día", pero la verdad es que siempre me alegro de ver a Tocho. Tiene esa facultad de transformar un día de mierda en... vete a saber qué, con él nunca se sabe. Además, le debo una muy gorda por reventarme el final de 'Ancient souls' ¡Oh, se va a cagar! Voy ahuecando la mano mientras le acecho entre la multitud.

  Tocho está preocupado en esquivar a la gente y no arrasarlos en el intento; no parece haberme visto. Su metro noventa, su pelo rapado y sus ojos grises podrían llevar a confusión. Aunque parezca sacado de una película de neonazis, y a pesar de que en su familia hay empresarios rancios, de los que se enriquecieron en los años cincuenta por la G. de dios, Alberto es un rebelde; y su camiseta del Ché Guevara diciendo la frase “podrán cortar todas las flores, pero nunca acabarán con la primavera”, es buena prueba de ello. Me dirijo hacia él con la idea de darle una colleja mítica, de las que habitualmente nos propinamos cuando uno ve al otro sin que éste se percate; y de paso, para recordarle que la frase de la primavera no es del Ché, sino de Neruda. Sé que me despeinará del eructo, pero merecerá la pena; me encanta polemizar con él. Ven con papá, tengo algo para tí. Parece que media ciudad se ha puesto de acuerdo para cruzar el paso de peatones por el que sigo a Tocho.

Perdón, ejjjquiusmi, sorry, que te denva diciendo Tocho, mientras avanza por el paso de peatones, evitando la marabunta de personas con la que se cruza.

 Mi menor masa y tamaño me lastran en este baño de multitudes y empiezo a perderlo. Cuando estoy alcanzando la otra acera veo como Tocho enfila la calle que discurre al lado del Zara. Espera, ¿dónde va? Unos metros más adelante, por la puerta de personal del Zara aparece una figura delgada que me es terriblemente familiar. Si no fuera porque no tiene la cara quemada y porque no tiene la peluca que usa cuando trabaja, juraría que es mi hermana. Me quedo paralizado. No puede ser. Pero; es ella. La cara de Aroa brilla en cuanto ve a Tocho. Una sonrisa de pura felicidad le cruza la cara mientras se lanza a los brazos de él. Entonces se besan como en las películas. La única diferencia es que en las películas a uno se le cae una lagrimilla de la emoción, o piensa “Qué tio más grande, al final consiguió a la chica”. Pero cuando ves a tu hermana y a tu mejor amigo 'dándose el lote' solo puedes pensar: “¡Ajj!”

  La situación es bastante más surrealista de lo que puede parecer. Mi hermana tiene el sesenta por ciento de la cara quemada, y no tiene pelo. Y ahí está ella, con su melena morena, tan preciosa como siempre había sido, hasta que le arruiné la vida.
 

  La gente me envuelve como un tsunami y dejo de ver a la pareja de enamorados. Cuando la marea humana se retira, vuelvo a ver a Aroa. Pero ahora está sola, sentada junto a la puerta por la que la vi salir. Las lágrimas le cruzan la cara, que, ahora si, muestra las marcas que el fuego le dejó. Y llora, desconsolada, sujetando una camiseta entre sus manos. Yo la miro, inmóvil, sin entender nada.

 ¡Clink...clink...clink!

  Una moneda cae a mis pies. La efigie de Franco me mira, burlona, desde la calzada; porque, en efecto, nunca había llegado a cruzar del todo. En ese momento oigo el sonido ensordecedor de un claxon, seguido de un escalofriante frenazo. Me vuelvo hacia mi derecha y veo un autobús a escasos cincuenta centímetros de mí. El conductor me mira con la cara desencajada. Alcanzo a ver como hay gente esparcida por el suelo del autobús. Miro a mi alrededor; el tiempo parece detenido, mientras toda la calle está observando la escena.

¿Mario?

Sin volverme hacia esa voz que tanto me duele, salgo a correr calle abajo como un loco.

¿¡Mario!?...

  Un grito desgarrador se oye a mis espaldas. No puedo, hermanita; no puedo. Perdóname.

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